Con un show festivo, los mexicanos renovaron el placer de ver a una banda de estadios en un reducto íntimo
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"¿Seremos capaces de pensar por nuestra cuenta? ¿Seremos capaces de bailar? ", canta Rubén Albarrán, y las ochocientas gargantas que revientan La Trastienda parecen borrar los signos de interrogación. "El fin de la infancia" fue compuesta por el guitarrista Joselo Rangel y fue escrita hace casi dos décadas casi al mismo tiempo que Flavio Cianciarulo (Los Fabulosos Cadillacs) escupía el célebre "¡No hay nada que festejar!", de "V Centenario", y León Gieco se lamentaba en "Cinco siglos igual".
"El fin de la infancia", cuyo título refiere a la célebre novela homónima de Phillip K. Dick, es un canto de resistencia contra el colonialismo cultural, que le inyecta energía punk a una quebradita, ritmo tradicional mexicano, y es una de las canciones que define, conceptualmente, toda la obra de Café Tacuba. Sin embargo, para la masa privilegiada que accede a ver a una de las mejores bandas del mundo en un ámbito íntimo, no hay análisis de discurso: esto es puro goce.
Parte del privilegio de ver y escuchar a un grupo acostumbrado a la dimensión de estadios (el sábado tocan junto a Blur en la segunda fecha del Quilmes Rock) es poder apreciar su solvencia y la sinergia entre sus miembros. Y también comprobar cómo conservan la frescura, al mismo tiempo que todo está ensayado a la perfección. En ese sentido, por el grado de sofistificación y espontaneidad, la experiencia es similar a ver un show de Marisa Monte.
El show empieza con "Pájaros", la canción que abre su álbum más reciente (El objeto antes llamado disco, 2012) y lo que sigue es una avalancha de éxitos: "El baile y el salón", "Cómo te extraño mi amor", "Las flores" y "La ingrata". En menos de veinte minutos, Café Tacuba metió cuatro hits descomunales, y todo lo que viene irá in crescendo.
Esa cualidad de ser pop y vanguardia a la vez se magnifica acá, con Quique Rangel tocando el contrabajo en buena parte del show, llevando el ritmo, pero también creando armonías y disonancias con el arco. Rubén Albarrán, melena al viento, despliega su hiperkinesis groovera y su magnetismo, pero también logra momentos de una intensidad mística con su voz. ¿Un ejemplo? Al final de "El aparato", cuando su voz se metaboliza en un canto ancestral, o el poderío de Moctezuma hecho canción. Joselo, preciso, le pone su impronta a cada rasguido de su guitarra. El Children, en la batería, sostiene la locomotora. Y Meme se divierte detrás de los teclados, hasta que le llegan sus momentos de frontman: gana el centro de la escena, y conmueve con "Eres" y "Aprovechate".
No puede decirse que las canciones de El objeto antes llamado disco sean la columna vertebral del show. Es una lista de temas equilibrada que, sin embargo, incluye buena parte del álbum. En "Zopilotes", Rubén se calza un poncho y con una máscara de ave de rapiña parece sobrevolar el salón. "Olita de altamar" genera un clima de carnaval en el altiplano. Y "Volcán" es un trip místico que nos deja con la piel de gallina.
Los rituales no fallan: la coreografía clásica de "Déjate caer", la invasión de bailarinas en "La chica banda" y el paso de baile final, a puro mambo style, en "El puñal y el corazón", que es la última imagen que deja en grupo en las retinas húmedas de un público extasiado. Sin embargo, acaso lo más significativo de la velada, haya sido ese guiño a "Walk on the Wild Side" al final de "Trópico de cáncer". Un homenaje caribeño al gran Lou Reed, de parte de una banda que supo fagocitar todo tipo de influencias y transformarlas en la más maravillosa música del continente.
Por Humphrey Inzillo
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