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Todavía faltan algunos días para que reciba los primeros golpes. Para que empiecen a extenderse los moretones en mis antebrazos y en mis piernas por usarlos como escudos, que mis dedos se esguincen tratando de alterar la dirección de los puños que vienen directo a mi cara, que las patadas me empiecen a endurecer el pecho y el estómago. Faltan algunos días para que sienta cómo mi cuerpo puede alcanzar y lastimar a otro. Ahora, lo que debo hacer es concentrarme en cada movimiento. Traer a la conciencia todos sus fragmentos, los detalles que desaparecen al ir aumentando la velocidad. Una y otra vez repito las mismas secuencias de golpes, patadas y posturas. Cada vez más certeras, más precisas, más incisivas. Las repito hasta que ya no necesito pensar en ellas. Hasta que se vuelven tan naturales como mi respiración. Y lo que encuentro en esas repeticiones es el silencio. Mis pensamientos no tienen el poder para penetrar en este terreno gobernado por la intuición. Se me exige observar y actuar. No hay lugar para nada más. Sigo las órdenes y el cuerpo se impone. Alrededor, todo comienza a apagarse.
Hace casi seis meses que empecé a practicar kung fu en esta escuela del Bajo Flores a la que llegué no solo atraído por el entrenamiento físico, sino buscando un camino para dominar las sombras de mi personalidad. Estoy a pocos días de rendir el examen para obtener mi primer cinturón. Una vez que pase esa prueba, estaré listo para entrar en las prácticas de combate. En este tiempo llegué a comprender que la fuerza y la estabilidad que necesito para golpear dependen de la perfección en los ángulos que forman mis pies, mis piernas, mi cintura, mi torso y mis brazos. Que todo mi cuerpo debe confluir en un solo instante, en un solo objetivo. Al finalizar cada entrenamiento, la sensación que se ha ido extendiendo es la de una calma profunda. Pero hasta ahí llega mi compresión. Siento como si una voz lejana, apenas perceptible, me estuviese guiando. Una voz que me asegura que en este lugar anida el secreto con el que dejaré de perseguir a mis fantasmas.
El dolor y la calma
“La mayoría llega al kung fu para aprender a defenderse. Otros buscan una actividad física, y algunos pocos se enganchan desde el lado filosófico. Al practicante medio lo que le atrae es la parte técnica, pero de a poco todos van recibiendo esa carga filosófica que lleva el kung fu, que consiste en el mejoramiento interno”, dice el Shifu Rubén Chávez, director de las asociaciones Dragón Rojo y Hao Jia mientras ceba mate en su kwon –nombre que lleva el espacio donde se entrena–, unas horas antes de que comience la práctica diaria. “Si bien lo que se ve es que mejorás la patada, la postura, la fuerza, la intensidad, todo eso se va trasladando a la vida cotidiana. Y lo que se va desarrollando es la confianza en uno mismo”.
Hace casi 40 años que Chávez comenzó a practicar kung fu. En ese tiempo logró alcanzar el grado de Shifu –término con el que se nombra a los maestros de las artes marciales–, fundar dos escuelas, transmitir cuatro estilos, pulir su técnica entrenándose y compitiendo en Argentina, Brasil y China –donde viaja cada dos años desde 1998– y convertirse en uno de los referentes del kung fu en Argentina. “A los 9 años llegué al país desde Paraguay y ya estaba cargando cajones en un almacén. Con mi familia acá vivimos siempre en barrios de emergencias donde había mucha carencia, fue un cambio doloroso para nosotros. Desde que empecé a entrenar a los 16 años, tuve que hacerlo más fuerte que el resto, para lograr flexibilidad, porque para ese momento ya me había endurecido muchísimo”, recuerda Chávez. “Desde chico sufrí de cerca algunos problemas de alcoholismo dentro de mi familia, y lo que más me fortaleció para alejarme de todo eso fue el kung fu. Mientras vas avanzando, vas aumentando tu capacidad para soportar el dolor. Y eso también te ayuda a tener calma frente a todo lo que se te pueda venir”.
Al comenzar a entrenar en Dragón Rojo, lo primero que sentí fue cierto asombro ante la inexistencia de ese ambiente solemne que imaginaba. Durante la primera parte de cada clase, a la par de una entrada en calor que apunta a despertar la energía adormecida a través de posturas alternadas con estiramientos, trotes, flexiones de brazos y ejercicios para fortalecer los abdominales, lo que se extienden son las bromas, las chicanas políticas, las disquisiciones históricas y filosóficas y una crítica exhaustiva de las últimas películas o los mejores discos de la historia del rock. En esta escuela, la puerta de entrada a las enseñanzas del kung fu parece haber sido rediseñada para que la práctica se vaya intensificando de manera imperceptible. Pero a medida que el cansancio se extiende entre los practicantes, las palabras van perdiendo el terreno ganado.
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Poco antes de llegar a la mitad de la clase, que suele extenderse durante más de dos horas, uno se encuentra enfrentado a un compañero, a punto de poner en juego las combinaciones repetidas en ejercicios que alternan los ataques y las defensas. Lo primero que se entiende al entrar en contacto es que va a ser imposible reconstruir desde el pensamiento las secuencias aprendidas. Los movimientos que hasta hace un rato podían ser modelados sin demasiada prisa, ahora tienen que despertarse a una velocidad donde ya no parece ser uno el que guía las acciones. Hay una voluntad agazapada en nuestro interior que se activa al sentir la amenaza de los golpes, y que se ha estado nutriendo en cada una de las repeticiones. A medida que el ritmo de la clase aumenta y los ejercicios exigen una mayor concentración, se hace cada vez más claro que ese lenguaje oculto es el que habrá que aprender a escuchar si se pretende avanzar en esta práctica.
El camino del medio
“Todos los elementos que hacen al kung fu se van ordenando para que el trabajo lleve al equilibrio del ser humano. Los chinos manejan todo a través del yin y el yang, no hay una cosa sin la otra: la oscuridad y la luz, lo suave y lo fuerte, lo interno y lo externo, lo apagado y lo efusivo. Se trata de equilibrar todo. No caer hacia un lado ni hacia el otro. Y las técnicas están hechas para integrar esas dos energías: no existe ningún ataque sin una defensa simultánea. Eso es parte de las enseñanzas que vienen del budismo”, dice Chávez en alusión a esa posibilidad de liberarse del sufrimiento terrenal a partir del rechazo de cualquier postura extrema, que dentro del budismo es llamada El camino del medio. “Cuando sos un poco tímido, el trabajo va sacando la energía hacia afuera, y los que están un poco desbandados aprenden a controlarla. Lo que se impulsa a través del budismo es no lastimar, preocuparte por el otro, por los animales, por la vida. Y eso también va entrando de a poco. Pero no con un maestro que se sienta y te habla, sino a través del kung fu”
Las paredes del kwon donde entrenamos están repletas de espadas, lanzas, bastones, sables, cuchillos, abanicos, dagas, trofeos, inmensos jarrones de porcelana, muñecos de madera para ejercitar los golpes, protectores para los combates y retratos de los Shifus chinos, cuyo linaje se extendió hasta este recóndito barrio del oeste porteño. Debajo de las luces tenues que se filtran entre las lámparas de papel de arroz y la música pentatónica nacida en Oriente, el lugar nos envuelve en una atmósfera desconocida para la mayoría de nosotros. Durante la práctica, la sensación de haberse retirado del mundo exterior solo se detiene cuando uno mira el reloj y puede cuantificar el tiempo que lleva entrenando. Hasta ese momento, la percepción de estar sumergido en un viaje por momentos agobiante y sin fronteras, no deja espacio para los pensamientos y los deseos que se han ido acumulando en nuestro interior.
El desembarco en Occidente de esta práctica considerada la madre de las artes marciales se produjo a través de las películas de Bruce Lee y la serie Kung Fu –protagonizada por David Carradine–, que en la década del 70 diseminaron alrededor del mundo los conocimientos que hasta ese momento se habían mantenido casi herméticos dentro de China. Al igual que la mayoría de los que llegaron a las artes marciales en esa época, el cine fue también el puente para Rubén. “En la adolescencia lo que más me gustaba era el tenis, pero yo venía de un extracto muy bajo y era un deporte para gente con mejor posición social –recuerda–. En ese tiempo, lo que se convirtió en un imán para mí fue la personalidad y la fuerza de la imagen que irradiaba Bruce Lee. Enfrente del cine San Martín de Flores al que iba a ver sus películas estaba el Instituto Sudamericano de Artes Marciales, donde enseñaba el Shifu Horacio Di Renzo, mi mentor y a quien aún hoy considero mi maestro. Me crucé y quedé enganchadísimo en ese mundo”.
En su adolescencia, Chávez se vio obligado a dejar la escuela para ayudar a su familia y poder sostener su práctica. Trabajó juntando cartones, como obrero metalúrgico, en la construcción, y corriendo durante diez años detrás de un camión de basura. Pero durante ese tiempo, en ningún momento perdió de vista su entrenamiento, hasta que finalmente el kung fu se convirtió en su medio de vida. Hoy se mantiene todos los días al frente de clases a las que llegan motoqueros, oficinistas, taxistas, cardiólogos, músicos, colectiveros, guardiacárceles, periodistas, médicos, técnicos, maestros, psicólogos, vendedores. En su kwon, donde entrenan entre quince y veinte personas cada día, por momentos se disparan encuentros que parecieran no poder existir en ningún otro espacio: jóvenes fanatizados por el manga y el animé, hombres criados en la calle recuperándose de sus adicciones al paco y la cocaína, niños que quieren defenderse del maltrato de sus compañeros, tipos de 60 años que jamás hicieron actividad física, mujeres que buscan no sentirse tan vulnerables. Detrás de las palabras y los movimientos que los unen, pareciera no existir ningún otro lazo más allá del kung fu.
“Acá hacen la misma patada el tipo que es médico y el que viene de cavar zanjas. El trato siempre es de igual a igual”, explica Chávez. “Los rangos no generan discriminación, al contrario, lo que se busca es que el que está más avanzado pueda ir guiando a los que están detrás”. En esos encuentros imposibles que se dan dentro del kwon, uno de los factores clave es el saludo: el puño derecho cerrado debajo de la palma izquierda, los brazos semi flexionados, el cuerpo levemente inclinado hacia adelante, la mirada a los ojos. A cada momento uno debe saludar. Al arrancar la clase, para entrar y salir del kwon, para comenzar y terminar ejercicios en conjunto, antes y después de combatir. Apenas uno se va acercando al filo de la violencia, el saludo vuelve a llevar las coordenadas mentales hacia un vínculo basado en el cuidado del otro, y el mantra oculto en ese gesto vuelve a repetirse: no estamos acá para lastimar a nadie.
La montaña sagrada
Detrás de las decenas de mitologías que han ido encriptando el origen del kung fu, algunas pocas certezas permiten acercarse al enigma que representa este arte marcial pergeñado en la Antigua China. La pieza clave en la creación de estas series infinitas de movimientos destinados a fortalecer y equilibrar al ser humano, inspiradas en la observación de las técnicas de supervivencia de distintos animales, se encuentra en su vínculo fundamental con las tres filosofías más influyentes de Oriente: el budismo, el taoísmo y el confucianismo.
“Las bases filosóficas del kung fu te ayudan a incorporar en tu vida la paciencia, la perseverancia, la reflexión, la compasión, el respeto, la ayuda hacia el otro. Te llevan a conectarte con la espiritualidad, tener una compresión de la vida, sus fenómenos y acontecimientos. Son todas enseñanzas que te van abriendo las puertas para mejorar como ser humano”, dice el Shifu Horacio Di Renzo en su kwon de Villa Santa Rita. Considerado uno de los pioneros del kung fu en la Argentina y hoy director de la Asociación Kai Mei, Di Renzo fundó en 1985 la Federación Argentina de Kung Fu y realizó los primeros viajes al exterior buscando ampliar los conocimientos que para ese entonces existían en el país.
“El arte marcial es un gran servicio para el alumno, que aprende a manejar su estrés, aprende costumbres saludables. El ser humano, en la sociedad actual, tiene el cuerpo quieto y la mente en constante movimiento.” dice el Shifu Di Renzo. “Nosotros buscamos que se mueva el cuerpo y se relaje la mente, que son las dos condiciones necesarias para la salud y la calidad de vida”. En ese cambio de hábitos parece esconderse el secreto del nuevo auge que ha tenido el kung fu en este siglo: un arte marcial milenaria y lejana como posible camino para enfrentar una vida frenética que se nos va escapando. Hoy, en Argentina, funcionan más de doscientas escuelas diseminadas por todo el país que nuclean a miles de practicantes en busca de esa calma perdida. Dentro del kwon, las enseñanzas orientales se van desplegando de forma silenciosa, ocultas en los movimientos que el cuerpo repite una y otra vez, como llaves invisibles hacia un conocimiento que descansa en los umbrales de la condición humana, y que llegaron hasta aquí a través de senderos que parecen imposibles.
En el año 496 d.C., el emperador chino conocido como Wei Mei ordenó la construcción de un templo escondido entre los bosques de la montaña Song, provincia de Henan, al norte de su país. Ese espacio estaría destinado para la traducción del sánscrito de las enseñanzas difundidas por el budismo hindú. Pero lo inexpugnable del territorio dejaba indefensos a los monjes encargados de esa tarea ante el ataque de animales y saqueadores. De esa necesidad de protección, fusionada con los textos sagrados que protegían, surgiría el enclave que hoy es considerado la cuna del kung fu: el Templo Shaolin, nombre que remite al “bosque joven” en el que vivían. Los pocos relatos que sobreviven de aquella época hablan de un sacerdote hindú llamado Bodidharma –considerado el fundador del budismo Zen, la vertiente más difundida en Occidente de esta filosofía– que llegó allí en el año 527 d.C. y logró unir las técnicas de combate cuerpo a cuerpo que para ese entonces circulaban en China con las enseñanzas budistas. El entrenamiento comenzó con los exiguos elementos con los que contaban: sus escobas y sus extremidades. Pero la profundidad de las enseñanzas milenarias de las que se iban nutriendo, los llevaron a diseñar un sistema de defensa personal que se convirtió en la base de todas las artes marciales.
Las formas del vacío
Una vez que se han terminado los ejercicios en conjunto y luego de un breve descanso, llega el momento en el que cada uno comienza a practicar sus formas: una serie ordenada de movimientos en los que se representa un combate a través del propio cuerpo. A medida que se avanza en las formas, se amplía el espacio necesario, la cantidad de movimientos y lentamente se van incorporando todas las armas del kwon. “Antiguamente, lo que hicieron fue copiar los ataques y defensas de los animales y los fueron adaptando a las formas humanas”, explica Chávez. Las garras acechantes del tigre y el leopardo, el serpentear furtivo de las serpientes, los pasos desconcertantes del mono, el vuelo y las patadas elegantes de las grullas, los ganchos vertiginosos de la mantis, incluso las alas desplegadas de un dragón van cobrando un tono particular al ser representados por cada uno de los practicantes.
Las formas, el combate y las caminatas en las que se repiten las técnicas son los tres ejercicios a través de los que se avanza en el kung fu, en un camino que se despliega en forma de espiral. Cuando uno cree estar ejecutando de manera exacta cualquier movimiento, no solo descubre detalles que estaba olvidando, sino que comienza a aprender otra secuencia, esta vez más compleja. El Shifu acompaña a los practicantes de manera personalizada en este proceso, marcando a cada momento los errores en los que se puede volver a caer. Lo hace siempre de manera directa, con comandos rápidos: pocas palabras que obligan a moverse pero que nunca dejan de sonar relajadas.
–Muchachos, ¿qué tal la charla?, ¿les sirvo algo? –suelta el Shifu Rubén Chávez cuando la concentración comienza a diluirse.
Ese tipo de comentarios alcanzan para que se reactive la práctica. Apenas unas palabras en el límite entre la broma y la ironía despiertan una sensación de vergüenza que exige retomar el entrenamiento. “El occidental no tiene la idiosincrasia del asiático, donde el maestro le dice que escriba 100 veces «no debo» y lo escriben 150. Para ellos el arte marcial es parte de su cultura. Además de que siempre estuvo ligado con el ejército, su idiosincrasia está imbuida en el rigor. Les resulta natural acatar las órdenes del maestro”, dice Chávez. “En Occidente es mejor tener una clase dirigida en todo momento. Siempre tenés que estarles un poco atrás para que se muevan. A veces llegan personas con mucha carga de agresividad, y tienen que aprender a desecharla. Si no incorporás el respeto hacia el otro y hacia tu maestro, terminás renunciando”.
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En el camino que se abre luego de decidirse por continuar con la práctica de kung fu, se estima que un practicante dedicado puede avanzar hasta el cinturón negro en diez años –donde para muchos comienza el verdadero entrenamiento–, luego de atravesar los tres grados que tienen el amarillo, el azul y el rojo. A partir de allí, serán otros diez años si pretende convertirse en Shifu. “Es importante entender que no se trata de «quemar» cinturones, sino de encontrar la paciencia y la armonía para seguir adelante y mejorar”, remarca Chávez. “Creer que el vaso ya está lleno es ponerse un límite. Podés tener cincuenta años de práctica y siempre vas a poder perfeccionarte. Acá el vaso tiene que estar siempre semivacío, siempre tiene que haber lugar para el saber”.
Monjes guerreros
Para el sentido común podría parecer una contradicción que una de las bases del kung fu, proveniente del budismo, se asiente en la no-violencia. Pero a medida que uno se va introduciendo en la práctica, comienza a percibir que muchos de los impulsos violentos que solían dispararse en la vida cotidiana van menguando su intensidad. “Aprender a combatir es un camino para no tener que hacerlo. Uno empieza a vencer a su primer enemigo, que es uno mismo: tus limitaciones, tu indisciplina, tus debilidades, tus emociones negativas”, dice Horacio Di Renzo. “A partir de ahí te vas liberando de muchos temores. Un insulto o una pelea con un vecino no son motivos para pegarle a otra persona, usamos técnicas que pueden generar mucho daño. Tenés que ser una persona totalmente pacífica, y solo cuando está en riesgo tu vida, tenés que poder defenderte y no mirar los límites”.
Luego de entrenar durante seis meses y rendir mi primer cinturón, se abrió la posibilidad de entrar en combate. Si bien en el kwon uno no está obligado a hacerlo, en el combate radica una de las claves para comprender los fundamentos de este arte marcial. La velocidad a la que se debe responder es aún mayor que en los ejercicios en conjunto. Al principio apenas se pueden esbozar algunas patadas y, casi sin notarlo, uno retrocede a cada paso para resguardarse. Mientras se van rotando los combatientes la respiración se va entrecortando, el aire desaparece y los músculos parecen convertirse en jirones enflaquecidos. Pero cuando se logran conectar de manera directa los primeros golpes, una fuerza escondida se activa, un segundo motor se enciende para continuar peleando.
“Hoy en día, la necesidad de defenderse hace que las artes marciales cobren un gran significado. Cuando veo que una mujer fue asesinada por un hombre, pienso en qué hubiera pasado si esa mujer hubiese sido una experta luchadora. El hombre hubiera estado en el hospital y la mujer viva”, dice el Shifu Di Renzo en relación con la violencia machista que se impone en las sociedades actuales, y que también extendió los prejuicios que alejaron a las mujeres de esta práctica. Para Rubén Chávez, esa idea anquilosada que limitaba las artes marciales a los hombres ha comenzado a modificarse. “Si bien el número en relación con los hombres es mucho menor, está creciendo la llegada de mujeres al kung fu. Lamentablemente, poder defenderse frente a la gran violencia que hay en las calles es lo que ha ido rompiendo los prejuicios”.
Alcanzar los grados más altos del kung fu equivale a lograr un dominio de las propias emociones, que se refleja en el fluir ininterrumpido de los movimientos. Ese principio de correspondencia proveniente del Hermetismo, donde se establece que “así como es adentro, es afuera”, aquí se convierte en una certeza. Al observar a los Shifus desplegar sus técnicas, lo más cercano sería decir que han logrado convertir su cuerpo en un río encausado. No hay sobresaltos en ellos, cada músculo se convierte en la pieza de un rompecabezas completo cuyos trazos tienen un poder hipnótico, escondido en la belleza de sus ejecuciones. Dominar el Qi –como se nombra en China a la energía interior– y aprender a dirigirlo a través del kung fu, es para las culturas orientales lo que ha permitido las proezas sobrehumanas que se volvieron un hechizo alrededor del mundo: monjes rompiendo ladrillos con sus manos, palos con sus cabezas, acostados sobre la punta de lanzas sin ser atravesados, arrojando a sus oponentes varios metros con golpes mínimos. Pero en el fondo, lo que significan esas hazañas es que se está ante la presencia de hombres que finalmente han logrado vencerse a sí mismos.
Pasaron casi ocho meses desde que comencé esta práctica. Por momentos sentí que el viaje era demasiado largo, tan largo que jamás llegaría a completarlo. Pero al ver cómo mis movimientos se iban puliendo, recordaba que no había nada que completar, sino que se trataba de persistir. Ahora tengo por delante mi segundo examen y la propuesta de participar en un torneo, compitiendo en combate y en formas. Sigo sin entender del todo las razones que me impulsaron a practicar kung fu, pero en esta escuela del Bajo Flores aprendí que lo más probable es que no necesite hacerlo. Así como debo entregarme a esa voluntad que maneja mi cuerpo en cada ejercicio y en cada pelea, también puedo dejarme guiar por esa voz silenciosa que me trajo hasta acá.
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