Cuando era jefe de Gabinete de Néstor Kirchner,Alberto Fernándezhacía lo imposible para llevar a su hijo al colegio, detenerse a cargar nafta en cualquier estación de servicio y ponerse a hablar en la calle. Decía que esa era una fórmula infalible para no perder el olfato político y evitar caer en el síndrome del muro de Olivos.
El escritorio, la sala de reuniones y las habitaciones del Presidente y de la primera dama se encuentran a no menos de 300 metros de cualquier salida.
En ese entonces, Fernández decía que, cuanto más te encerraras allí (sin salir a medir el humor social de la calle), más ibas a perder el mínimo olfato político que cualquier líder necesita para gobernar un país. De hecho, varias veces discutió con Kirchner por eso.
Es más: el actual mandatario le renunció en la cara a la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner después de enrostrarle el mismo síndrome que estaría sufriendo ahora: el del muro de Olivos.
Al mismo tiempo, para Néstor Kirchner cada día era una elección. Lo primero que hacía al levantarse era mirar encuestas y esa era, también, su última actividad antes de acostarse. Kirchner decía que, entre las encuestas que él hacía y la percepción in situ del humor social que percibía su jefe de Gabinete, iba a ser muy difícil para el kirchnerismo perder una elección.
¿Qué le está pasando a Alberto Fernández? ¿Está sufriendo ahora el síndrome del muro de la quinta de Olivos que él sabía detectar a tiempo y muchas veces, incluso neutralizar?
A horas de un nuevo anuncio de extensión de la cuarentena es imposible que no haya prestado atención a la señal de alerta que apareció en la encuesta de Synopsis: después de alcanzar y superar -por momentos- el pico de 75% de imagen positiva, perdió casi 35 puntos porcentuales en un poco más de dos meses. Las razones aparecen en respuestas cualitativas de diferentes consultoras.
Una es, quizá, la más clara de todas. Hay un estado de sospecha respecto a la subordinación política del Presidente a la vicepresidenta. Es decir, que los argentinos que votaron al Frente del Todos (más allá del núcleo duro que permanece fiel a Cristina), lo hicieron pensando en que Fernández podría contenerla, pero ahora ellos son parte de este porcentaje de desencantados con Alberto.
Para colmo, existe la percepción (a mi entender, correcta) de que todo lo que hace Cristina Kirchner lo hace para beneficiarse de manera personal y de espaldas a la mayoría de una sociedad que sigue en cuarentena y con un hartazgo cada vez más creciente.
Como si esto fuera poco, las posiciones y las declaraciones públicas del Presidente generan desconfianza, incertidumbre y miedo. Por ejemplo, ni sus amigos más amigos, los que formarían parte del albertismo, se explican con qué necesidad el jefe de Estado dijo cosas que parecen muy difíciles de volver:
- Expresó que extraña a Hugo Chávez.
- Usó adjetivos desmesurados e incomprensibles para Gildo Insfran, el gobernador de Formosa, uno de los feudos de la Argentina con más pobreza, más atraso y menos democracia.
- Elogió a Hugo Moyano, el dirigente social con peor imagen (junto a Luis D'Elía) y cuyos métodos de conducción orillan todo el tiempo el delito, el autoritarismo y la prepotencia disfrazada de defensa del derecho de los trabajadores.
También hizo declaraciones y acciones que solo apuntan a dejar tranquila o evitar el enojo de Cristina:
- Desde la fallida maniobra para expropiar Vicentin, hasta los ataques desenfocados contra Horacio Rodríguez Larreta.
- Desde las descalificaciones con nombre y apellido a fiscales y jueces de la Nación, como Carlos Stornelli y Julián Ercolini, hasta la moratoria con nombre y apellido a favor de Cristóbal López, que se puede llegar a constituir en el fraude impositivo más importante de la historia reciente de la Argentina.
Sumado a esto, ahora el Presidente parece enojado con los argentinos que no soportan más el aislamiento; es más, en entrevistas públicas, se pregunta: "¿De qué cuarentena me hablan?".
Es probable que la cuarentena estricta no se haya cumplido a rajatabla y que, a casi 150 días de su inicio, se haya relajado en distintos puntos del país. Sin embargo, decir que no hay más cuarentena es contradecir el decreto de necesidad de urgencia que prohíbe a los familiares y amigos juntarse. Decir que no hay cuarentena es ignorar que el transporte público, la gran herramienta de flujo de personas, no funciona a pleno ni con normalidad.
Solo en la ciudad de Buenos Aires, el mapa de calor de los teléfonos móviles indica que la circulación es de la mitad de los días normales, antes de que se instalara la pandemia. Así que cuarentena hay, aunque sea a la Argentina.
Después, está la vida real: la brutal caída de la economía, la pérdida de puestos de trabajo y el descontrolado crecimiento de los casos de inseguridad.
Se sospecha que el aumento de la cantidad y la violencia en los casos de inseguridad, además de la pandemia, tiene como principal motivo la descoordinación entre la ministra de Seguridad de la Nación, Sabina Frederick, y quien conduce esa cartera en la provincia, Sergio Berni.
Sobre este punto cualquier argentino de a pie tendría derecho a preguntarse: ¿Por qué tenemos que pagar con menos seguridad y más víctimas una mezquina interna de poder? ¿Puede ser que una interesada especulación electoral para presentar a Berni como el candidato por derecha justifique semejante descoordinación?
En medio de este contexto, los caprichos de Cristina inundan la agenda pública:
- El intento de reforma judicial, con sus abogados y los de Cristóbal López a la cabeza, Alberto Beraldi y León Arslanian.
- La embestida contra el procurador Eduardo Casal, liderada por gente como Oscar Parrilli y Rodolfo Tailhade, que no tiene ni pies ni cabeza.
- El topetazo contra la Corte Suprema, disfrazado de la necesidad de mejorar el sistema de Justicia.
Una cosa es no querer pelearse con Cristina para no romper el Frente de Todos.
Una cosa es no querer armar el albertismo porque perdería una interna con la vice en casi todos los distritos del país.
Pero otra cosa es perder el olfato. El olfato político.
El apoyo popular que hasta hace un par de meses, nada más, estaba por las nubes.
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