Alejandra cuenta que Salomé tenía 12 años y había sido vista por última vez en 2013, cuando salió con amigas; fue asesinada y arrojada a un descampado; el cuerpo apareció pero la policía le dijo que no era el de su hija y la enterraron como NN
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Alejandra Valenzuela repasa aquellos 15 minutos que compartió con su hija sin saber que serían los últimos. Estaban en su casa del barrio Sarmiento, en San Miguel. Había llegado cansada después de trabajar en la limpieza de varias casas de familia. Era el 16 de febrero de 2013 y faltaban dos días para que la adolescente cumpliera 13 años, así que la charla giró sobre ese tema.
“Se la pasaba preguntándole a todo el mundo qué le iban a regalar. Había salido el tema de su cumple y yo le dije que todo bien con cumplir años, pero que pronto empezarían las clases y que quería que estudiara”, relata la mujer con la voz apagada, tal vez, por tanta pena a lo largo de estos 10 años.
Salomé le había pedido permiso para ir a lo de unas amigas y, más tarde, a bailar. No muy convencida, Alejandra le había dicho que sí. A cambio, le pidió que estuvieran en contacto. “Mi familia éramos Salo, mi mamá y yo. A veces me costaba decirle que no a ciertas cosas porque, encima, yo trabajaba todo el día. Así que la dejé ir”, reconoce.
Esa tarde se apuró a volver del trabajo a la casita que compartían. Quería ver a su hija un ratito antes de que se fuera. Más tarde, intercambiaron mensajes por celular hasta las 19.15, cuando la adolescente le escribió “Te amo ma”. Esa madrugada, su hija no volvió y no lo haría nunca más. Diez años más tarde, Alejandra guarda esas tres palabras como un tesoro.
Desde ese día, la ausencia de su hija fue un enigma desgarrador que arrasó con siete años de su vida familiar. Y que se resolvió de la peor manera: después inundar el barrio con afiches con el rostro de su hija, de seguir pistas que aportaban vecinos y de abrazar la ilusión de encontrarla con vida, Alejandra se enteró, siete años después, de que a su hija la habían asesinado horas después de salir de su casa.
La pesadilla no terminó con esa certeza tardía, sino que se volvió más macabra: el cuerpo había aparecido pocos días después de su asesinato en un descampado del barrio, a 20 cuadras de su casa. Ni la policía ni la fiscalía que investigaba su desaparición relacionaron ese hecho con la desaparición de la adolescente.
Ignoraron, incluso, que la propia Alejandra fue a la comisaría que investigaba la aparición de ese cuerpo para preguntar si podía ser el de su hija. La madre, con todo el dolor a cuestas, había estado realmente cerca de resolver la desaparición de su hija. Pero fue la propia policía y la Justicia la que por impericia la empujó a un drama de siete años.
“La Policía y la Justicia hicieron todo mal. Estuve casi siete años buscando a mi hija viva y ellos mismos la habían enterrado como NN. Y todo se descubrió de casualidad”, se indigna Alejandra.
El caso de Salomé expone de manera burda una de las principales fallas del sistema de búsqueda de personas en nuestro país: a nivel nacional, no hay un cruce sistematizado de información entre quienes buscan personas y entre quienes encuentran restos sin identificación. A veces, como en el caso de la adolescente, los datos no se cruzan ni siquiera cuando los hechos suceden en simultáneo y dentro una misma jurisdicción.
El camino de quienes la buscaban jamás se cruzó con el de quienes investigaban la aparición de ese cuerpo y las circunstancias de su muerte. Pasados unos meses, los restos de la adolescente fueron enterrados sin identificación. Salomé Anahí Valenzuela pasó a ser una NN durante años, sin que su madre, que la seguía buscando viva, pudiera despedirse o llevarle una flor. Fue la búsqueda de otra familia, que pidió que exhumaran ese cuerpo para ver si coincidía con el de su hija desaparecida, lo que puso fin a tantos años de desencuentro absurdo.
Que la información sobre personas desaparecidas y encontradas permanezca dispersa y desconectada profundiza el dolor de quienes las buscan. Pero genera, además, un problema adicional: nadie sabe con exactitud cuántas personas están desaparecidas en la Argentina. Lo que hay es una cifra estimativa, que cuenta con el consenso de muchos de funcionarios, especialistas y organizaciones de la sociedad civil, y que marca que en el país hay unas 10 mil personas perdidas o desaparecidas, con una proporción bastante pareja entre varones y mujeres.
Si el Estado no sabe cuántas personas tiene que buscar, ¿realmente las busca? ¿En dónde están esas personas que no encuentra? En muchos casos, las respuestas están en los cuerpos y restos óseos sin identificar que aparecen a lo largo del país. Sin embargo, hoy no existe un sistema que permita identificar esos restos de una manera rápida y efectiva.
A fines de 2020, el Sistema Federal de Búsqueda de Personas Desaparecidas y Extraviadas, organismo creado en 2016 para llevar un registro de las desapariciones, contabilizaba 9371 registros de personas NN de los cuales 8115 estaban fallecidas. Del total, unos 6822 permanecían sin identificar.
“Conocer todo lo que se pueda sobre las personas no identificadas respondería muchas incógnitas y permitiría orientar los esfuerzos investigativos en las direcciones adecuadas”, sostiene Natalia Federman, directora del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que intervino en la identificación de Salomé.
Una esperanza que se resolvería de la peor manera
Cuando vio que su hija no había vuelto, Alejandra empezó a buscarla entre amigos y conocidos. Suponía que tenía que esperar 48 horas para denunciar su ausencia, un mito muy divulgado, sobre todo hace 10 años, pero incorrecto, ya que las denuncias deben hacerse inmediatamente después de una desaparición.
Al día siguiente, aquel día tan esperado por Salomé, el de su cumpleaños, en lugar de estar celebrando junto a su hija, la mujer lo pasó en la comisaría N°3 de San Miguel para denunciar su desaparición.
“Desde ese día, yo pasé seguido por la comisaría para saber si había novedades y me decían que la estaban buscando. Pero en paralelo, empecé a pegar afiches por todos lados y a recorrer boliches o lugares en donde alguien me decían que la habían visto”, recuerda Alejandra, y cuenta sobre la desesperación que le generaba pasar pocos días después, por esos mismos lugares, y ver que los afiches ya no estaban. “Era como si alguien pasara detrás mío, despegándolos”, describe.
Nunca quedó claro si Salomé había ido a bailar. Las amigas que, supuestamente, iban a ir con ella, dijeron no haberla visto. “Un vecino dijo que la había visto en la parada de colectivos con una persona mayor”, agrega. Los pasos de la adolescente al salir de su casa siguen siendo un interrogante hasta el día de hoy, como suele ocurrir con las cerca de 5 mil mujeres que en la Argentina permaneces desaparecidas.
Unos días más tarde, una compañera de trabajo le dijo: “Encontraron a una chica muerta a 20 cuadras de tu casa, con un tiro en la cabeza”. La primera reacción de Alejandra fue de enojo: ella buscaba a su hija viva. Pero se acercó a la comisaría de José C. Paz que llevaba el caso y pidió ver el cuerpo. “No puede verlo. Pero quédese tranquila, que no es su hija. Su hija tiene tez blanca y la chica encontrada tiene piel oscura y rasgos norteños”, le dijeron.
Alejandra salió aliviada pero con una duda clavada como una espina en el pecho. Cuando les dijo cómo iba vestida su hija la última vez que la vio, de remera bordó, jean gastado y zapatillas con cordones verde flúo, dos policías se miraron entre sí, pero nadie dijo nada.
Esa duda no la abandonaría durante los años siguientes en los que Alejandra siguió buscando a Salomé por Palermo y Parque Las Heras, dos lugares a los que había llegado por pistas de vecinos, conocidos o conocidos de conocidos que se acercaban hasta la casa de su mamá y le decían que la habían visto trabajando como cuidacoches. También la buscó en los pasillos de algunos barrios peligrosos de CABA y provincia de Buenos Aires, cuando le pasaban el dato de que la habían visto por ahí. O de noche, cuando trataba de hacer inteligencia en los boliches de la zona.
Durante esos años, se aferró a dos hipótesis construidas en base a los relatos que recibía: su hija vivía con alguien más grande que ella y no la dejaba llamarla, o era víctima de una red de trata. Pero siempre la pensó viva. Por eso, ante cada Navidad o cumpleaños de su hija, Alejandra encargaba un pasacalles en el que le decía que la estaba esperando. “Mi esperanza era que alguien lo viera y le contara”, explica.
Era tal su certeza interior acerca de que su hija estaba viva, que no se debilitó ni siquiera cuando, en 2018, cinco años después de la desaparición, la convocaron para extraerle ADN. “Tengo pelito de ella de chiquita y sus dientitos de leche, ¿sirve?”, les preguntó a los investigadores, que aceptaron el ofrecimiento.
Un año más tarde, Alejandra le dejó un mensaje a la fiscal que estaba a cargo de la búsqueda pidiéndole hacer una actualización de la cara de su hija. Tiempo después la citaron a una comisaría. La mujer llegó a la cita convencida de que era por ese tema. No entendía por qué, entre las personas presentes, había un antropólogo forense. Fue justamente él quien le dijo: “La chica muerta por la que usted había preguntado hace más de seis años, era su hija”.
Los detalles la devastaron. A Salomé la habían matado en el lapso de esas primeras 24 horas de desaparición y la habían tirado en un descampado, a 20 cuadras de su casa. Le habían pegado un tiro y la habían quemado.
Según denuncia la mujer, la fiscalía que llevaba la causa por la desaparición y la que investigaba la aparición del cuerpo compartían el mismo edificio, a pocas puertas de distancia. Pero nunca se les ocurrió cruzar información.
Hasta el momento, gran parte de los datos que se generan cuando un cadáver sin identificación llega a una morgue se recolectan en archivos y legajos físicos. Nadie los digitaliza. Por eso, muchas veces, los organismos que deberían centralizar esa información, como el Sifebu, la desconoce.
Al día de hoy, no existe una base de datos digital que compendie todos esos hallazgos y pueda cruzarse, por ejemplo, con el listado de personas desaparecidas a la espera de coincidencias. Es tal la dispersión, que tampoco existen mecanismos de control que sancionen a los funcionarios que intervienen en todo el proceso, si no confeccionan los registros en forma correcta.
Gracias a un trabajo llevado adelante por la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (Protex) y la Colectiva de Intervención ante las Violencias (CIAV), especializada en el esclarecimiento de casos de personas desaparecidas, entre 2015 y 2019 se logró identificar a 304 personas inicialmente registradas como NN.
El trabajo revela, justamente, que no todos los registros de personas fallecidas NN son confeccionados con el mismo rigor y precisión a la hora de tomar huellas dactilares, consignar señas particulares u obtener cualquier otro tipo de información que pueda resultar clave para su identificación.
Pero esta situación es, al parecer, de público conocimiento. El propio Sifebu, en su “Protocolo de toma de huellas dactilares ante el hallazgo de personas con identidad desconocida”, publicado en 2018, reconoce que la desconexión de los diferentes organismos vulnera derechos, como el derecho a la identidad, e incumple deberes asumidos por el Estado.
Ante este panorama, la posibilidad de que una persona que desaparece sea encontrada o identificada depende, en gran medida, de variables que no deberían ser determinantes, como la disponibilidad de recursos que exista en esa jurisdicción, el nivel de compromiso o la calidad profesional de quienes la busquen.
A Salomé, la suerte le falló por partida doble: hubo serias fallas, tanto en la investigación por su paradero como en la iniciada por la aparición de un cuerpo. Aunque las claves para dar con la verdad estaban a unas puertas de distancia, meses después de su desaparición fue enterrada como NN. Así permaneció durante años.
La verdad salió a la luz casi de casualidad, gracias a que otra familia pidió la exhumación del cuerpo para cotejar su material genético con el de su hija desaparecida. Cuando se resolvió que no había compatibilidad, alguien leyó que esa víctima NN llevaba cordones verde flúo y ató cabos.
“El 16/02/13 desapareció, el 17/02/13 la mataron, el 18/02 su cumple. El 18/07/14 la enterraron como NN. El 11/07/18 exhumaron su cuerpo. El 22/10/19 me citaron para darme la peor noticia. El 13/11/19 vi las fotos de aquel 17… El 21/12/19 me reencontré con Salo después de 6 años a través de un cajón. El 22/12/19 fue enterrada por segunda vez… ¿Cómo seguir con tanto dolor? Tantas fechas, siendo que la única que tendría que tener es la de su cumple”, posteó la mamá de Salomé en su cuenta de Facebook, el 11 de julio de 2020.
Casi siete años más tarde, Alejandra enterró a su hija junto a los sueños de encontrarla con vida que fueron su motor durante tanto tiempo. Nunca, hasta el día de hoy, recibió una explicación o un pedido de disculpas por el enorme daño que tanta desidia le provocó. Desconoce si, por toda esa cadena de errores, algún funcionario fue sancionado. También desconoce si le corresponde algún tipo de subsidio o compensación económica que le ayude a sostenerse: de tanto poner el cuerpo y su tiempo en buscar, Alejandra se quedó sin trabajo. Lo que más le importa, ahora, es que la Justicia descubra otro paradero: el del asesino de su hija. Pero es consciente de que corrió con casi siete años de ventaja para ocultar las pruebas de ese crimen.
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