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Hace 250 años la corbeta inglesa Swift viró hacia Puerto Egmont, una base británica en las Islas Malvinas. La versión oficial hablaba de una misión de reconocimiento. La oficiosa, de un propósito oculto: estudiar la expansión imperial hacia el continente. El viaje había sido traumático. Después de una seguidilla de tormentas, los vientos huracanados se empecinaban en alejarla del archipiélago, acercándola peligrosamente a la futura República Argentina.
Cuando la tripulación intentó buscar reparo en la ría Deseado, al norte del futuro Puerto Deseado, dos choques consecutivos con las rocas del estuario sellaron su suerte, apenas a 40 metros de la costa. Con 88 sobrevivientes, solo murieron el cocinero y los infantes de marina Robert Rusker (21) y John Ballard (23). Los restos de la corbeta recién aparecerían en febrero de 1982, dos meses antes de que la dictadura intentara recuperar las islas que aquellos británicos nunca alcanzaron.
Hace 25 años, Dolores Elkin creó un programa de arqueología subacuática para explorar los restos de una corbeta inglesa que había naufragado en la costa patagónica a fines del siglo XVIII.
A mediados de los 90, la arqueóloga Dolores Elkin llevaba casi una década estudiando la subsistencia humana prehispánica en Antofagasta de la Sierra, un entorno marciano de la Puna catamarqueña. Excavaba huesos de llamas, guanacos y vicuñas para entender la dieta de cazadores y recolectores. Cuando leyó sobre la historia de la Swift –un rompecabezas de maderas dispersas en el agua turbia– sintió que la convocaba algo misterioso. Lista para un golpe de timón, vislumbraba un mundo nuevo.
“¿Sabés bucear?”, preguntó su jefa en el Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano (INAPL), Diana Rolandi, cuando Dolores propuso crear un programa de arqueología subacuática. “No, pero estoy dispuesta a intentarlo”, respondió. El plan era armar un equipo especializado que también capacitara en buceo. Tenía la experiencia del arquitecto Cristian Murray, quien ya venía trabajando en la corbeta, y fue sumando a graduados y estudiantes de arqueología, expertos en arquitectura naval, conservación y biología. El foco sería el mismo que en Antofagasta: conectar el pasado con el presente, capitalizar lo aprendido hacia el futuro.
El entrenamiento no sería como los cursitos que enseñan a nadar entre los peces del Caribe. El barco estaba en un entorno inhumano, con aguas heladas, corrientes fortísimas y una visibilidad que a veces no llegaba a los propios pies. El reloj también jugaría en contra: el trabajo submarino dura tanto como la autonomía del tanque de oxígeno. El techo de cristal empeoraba las cosas, con un machismo que se traslucía en los exámenes. “A veces no era la palabra, pero sí el lenguaje corporal, la actitud o la mirada”, recuerda Dolores desde su casa del Tigre. Contra viento y marea, en 1995 se convirtió en la primera arqueóloga-buza del Cono Sur.
Después de dos años de entrenamiento y de priorizar la maternidad de su hijo Santiago, en 1998 encaró la primera inmersión a los restos de la corbeta. La marea estaba alta, la ría turbia y el agua indómita. A pesar del traje impermeable, las manos y la cabeza se sentían heladas. Dolores llegó a la boya que identificaba el punto clave y bajó 15 metros a través de un cabo. Entonces se liberó un torrente de emociones. Fue como ver un fantasma.
La Swift estaba enterrada a medias, con las bandas de babor y proa destruidas. Dolores y su equipo identificaron cuatro botellas de vidrio, que extrajeron con cuidado: el equilibrio de los materiales con el agua se rompe al entrar en contacto con el aire. La adaptación al nuevo entorno debía ser gradual y controlada, con tratamientos de estabilización en el laboratorio del Museo Brozoski. Ese día también habían encontrado varios cañones grandes, pero decidieron dejarlos en el fondo; hacía falta más planificación.
Las campañas siguientes develaron más cañones, el aparato de hierro forjado de la cocina, ollas metálicas, recipientes cerámicos, fragmentos de vajilla de mesa de vidrio, loza y porcelana. Todas las piezas que se exhiben en el museo cuentan una historia. Un vaso con cáscara de huevo de pingüino revela que la dieta de la tripulación incluía productos locales. Una tetera con motivos chinos, la persistencia del rito inglés y el intercambio cultural y comercial de la época. Un frasco dentro de un cajoncito medicinal, que el mercurio se consideraba –erróneamente– una cura para las enfermedades venéreas.
El barco estaba en un entorno inhumano, con aguas heladas, corrientes fortísimas y una visibilidad que a veces no llegaba a los propios pies.
En septiembre de 2006, mientras manipulaban un zapato de cuero, los investigadores encontraron pedazos de algo blanco que los descolocó. Enseguida se fueron develando un pie, una tibia, un peroné. Era un esqueleto completo, con los huesos preservados del deterioro gracias al barro y al frío. Aquel hombre había muerto a los 25 años, medía 1,67, era diestro y tenía una dentadura casi perfecta; apenas tres caries chicas. Conservaba parte de su chaqueta militar, con botones y hebillas. “Era lana teñida de rojo, con la tintura que exigía la Armada británica”, precisa Dolores. Seis meses después sería enterrado con honores en el sector británico del cementerio de la Chacarita.
Como solo se obtuvo ADN mitocondrial de sus restos, la búsqueda de los descendientes únicamente podrá hacerse por línea femenina, generación tras generación, con la dificultad de que los apellidos se van perdiendo. Pero Dolores no pierde la esperanza: “Sería un gran placer poder decir si se trata de Rusker o de Ballard y darle un nuevo entierro en Inglaterra, o al menos una lápida con su nombre”.
El cierre de su historia con la corbeta fue en el verano de 2010. “Un buceo muy incómodo, con muchísima corriente y pésima visibilidad”, recuerda. Pero ya estaba en otro mundo: “Al salir, lo primero que vi fue la sonrisa hermosa de mi hijo Santiago, que me estaba esperando en el pontón, y me sentí muy feliz”.
Dolores usa un traje aparatoso, con tanques de 14 kilos y un lastre equivalente, que en tierra la paraliza y en el agua limita sus movimientos de espalda y cintura. En las penumbras submarinas de la Patagonia, los tiburones acechan y las linternas funcionan como las luces de un auto en la niebla: iluminan partículas en suspensión y solo a veces ayudan a encontrar al compañero. Como si el frío y la oscuridad fueran poco, las mareas pueden borrar horas de excavaciones.
Aun así, lleva 400 horas de inmersión y sigue considerando el mar como un entorno idílico. Tanto, que muchas veces se siente mejor adentro que afuera.
“Por un lado, está la magia del descubrimiento: una siente el privilegio de ser la primera persona que conecta un objeto con la última que lo tocó”, explica. “Bajo el agua, eso adquiere una dimensión un poquito más fantasmagórica. Los colores están distorsionados, las cosas se ven borrosas y fuera de foco, como fuera de este mundo”. La segunda variable es aún más poderosa. “La magia de lo natural”, resume. “Las plantas, los animales y los minerales son maravillosos. Cuando yo misma no estoy luchando contra la corriente o temblando de frío, disfruto mucho de pensar cómo hacen para vivir ahí”.
Hoy, su búsqueda pasa por externalizar esas conexiones: “Las historias de naufragios suelen ser atrapantes. Asombran, incluyen valor y coraje. Podemos ser un vehículo para que la gente se conecte más con los mares, que son entornos frágiles y amenazados, y cumplir un rol en su preservación. La conexión pasa por las historias”.
"Las historias de naufragios suelen ser atrapantes. Podemos ser un vehículo para que la gente se conecte más con los mares, que son entornos frágiles y amenazados, y cumplir un rol en su preservación."
Dolores Elkin
Y pocas historias mejores que la de La Purísima Concepción. A fines de 1764, el barco mercante español zarpó de Cádiz con destino al puerto peruano del Callao. Entre pasajeros y tripulación, el capitán José Ostolaza era responsable de 193 vidas y un cargamento para comerciar en la colonia, más documentos, caudales para pagar sueldos, acaso algún tesoro para el clero limeño. La noche del 9 de enero, cuando estaban al sur de Sudamérica para entrar al Pacífico por el Cabo de Hornos, sufrieron una sacudida violenta. Habían encallado. El agua no paraba de entrar, el buque se iba a pique. Todos se tiraron al agua. Y todos se salvaron.
Exultantes, pero temerosos, acamparon en la costa. Sin pistas de dónde estaban, pero bastante seguros de que en el fin del mundo. Al día siguiente, el capellán Juan Álvarez celebró una misa: la primera en la historia de lo que sería Tierra del Fuego. Entonces empezaron a pasar cosas. “Hoy a la mañana nos visitó un grupo de 40 indios”, escribió un oficial en su diario. “Un día había varado una ballena, y la comieron a lo largo de varios días”, agregó en otra página. Los visitantes convivieron tres meses con las tribus haush y selknam, nómades que se cubrían con pieles de zorro y guanaco. Cuando la marea los dejaba, nadaban hasta el barco para juntar madera, telas, clavos y herrajes. Con esos restos y maderas locales construyeron una goleta. La bautizaron San José y las Ánimas, y los devolvió a Buenos Aires.
Doscientos cincuenta años después, Dolores se sumó a un proyecto del Museo del Fin del Mundo para registrar restos arqueológicos a lo largo de 200 kilómetros de la Isla Grande de la provincia. Mientras buscaba información sobre naufragios, se topó con aquella historia inverosímil.
Después de tres días a caballo y entre vientos huracanados por la remota Península Mitre, Martín Vázquez (impulsor del proyecto) encontró el fragmento de una pieza clavada en una pared de turba. “Tiene pinta de cerámica española”, pensó Dolores. Parecía hecha con torno, como las vasijas para transportar vino, aceite o aceitunas. Siguieron buscando hasta encontrar balas de cañón. Dolores apeló al sentido común –el campamento debía estar en un enclave reparado y con agua potable– y al diario del oficial, que describía “una bahía muy hermosa”. Así llegaron a Caleta Falsa, la ensenada verde que los náufragos habían llamado Puerto Consolación.
Ya en la zona intermareal, que se cubre de agua periódicamente, el equipo empezó a detectar fragmentos de madera, metal, cerámica inglesa y vidrio. En una de las campañas siguientes, mientras recorrían el mismo sector desde una embarcación, el magnetómetro dio una señal fuerte y acotada: ahí estaban los cañones de La Purísima. También aparecieron gemas de vidrio, talladas y facetadas, para adornar vestidos o engarzar anillos o hebillas. Dolores sigue imantada por unas cuentas de collar y una punta de proyectil de vidrio europeo, pero talladas con técnicas indígenas. En los relatos de la llegada de Colón, los collares se usaban para intercambiar con los pobladores. Pero acá hablamos de otra cosa: la prueba material de una interacción sorprendente.
Un enjambre de puntos oscuros se dispersan sobre los sectores medio y superior del Río de la Plata. “Entre los mayores peligros para la navegación –precisa el epígrafe de la carta náutica– se cuentan cambios súbitos del tiempo, en especial las tormentas del sudoeste, llamadas pamperos, fuertes ascensos y descensos del nivel de las aguas por acción del viento y la poca profundidad general”.
Es apenas una muestra de los 1200 naufragios –desde el siglo XVI hasta el XX– que Dolores y su equipo vienen relevando para una base de datos en crecimiento. Ese trabajo-hormiga, que también comprende el Atlántico Sur y los archipiélagos australes, se basa en relatos y documentos, con prioridad sobre los registros de la Armada o la Prefectura. Pero antes de hacerse público “tiene que haber una conciencia muy afianzada del valor patrimonial de esos restos”, aclara Dolores. “No queremos servir información en bandeja para que alguien vaya a recorrer la playa con un detector de metales un día en que el río esté bajo”.
Suena razonable. En 2001, el buzo Rubén Collado encontró cerca de la costa de Montevideo la cubierta de Nuestra Señora de la Luz, un barco español hundido en 1752 con una carga valuada en US$150 millones. La ley le reconocía la mitad del botín. “Lo trataron como a un héroe nacional, cuando se conoce perfectamente que los fondos que esta gente obtiene para financiar sus empresas provienen de la mafia y del narcotráfico”, se quejó en 2001 el buzo y arquitecto Javier García Cano.
Hay tres grupos de buscadores de tesoros: los coleccionistas de curiosidades; los detectoristas de monedas históricas; y los “profesionales” a la caza de antigüedades.
La situación es algo distinta en Argentina, adherida a la convención de la Unesco que establece que los restos sumergidos por más de 100 años no pueden ser objeto de transacciones comerciales. Además, las embarcaciones hundidas en la Patagonia se caracterizan más por su importancia histórica que por haber estado cargadas de metales preciosos. Simplemente no lograron atravesar el Estrecho de Magallanes o el Cabo de Hornos, pasos obligados, pero a veces imposibles.
El país no desborda de buscadores de tesoros, pero que los hay, los hay. Dolores los divide en tres grupos: los coleccionistas de curiosidades y suvenires; los detectoristas, que buscan objetos de valor como monedas históricas; y los “profesionales”, a la caza de antigüedades. “Ese último mercado es un dolor de cabeza para la arqueología, porque están asociados al tráfico ilícito”, confirma. “El INAPL tiene un rol protagónico en esa lucha. Trabajamos con Interpol, muchas veces en casos vinculados a cerámica prehispánica del Noroeste”. Para frenarlos, confía en la red de concientización de vecinos y fuerzas de seguridad que se fue cimentando en las comunidades costeras: “Una no puede estar en todas partes. Utiliza los ojos de la gente que está en el terreno”.
Aunque la pandemia borró de un plumazo su agenda de viajes, también le dio el tiempo para terminar un libro sobre arqueología subacuática de América Latina, escribir artículos académicos y seguir con sus tareas de investigación para el Conicet y la Unesco. “Son tiempos extraños, pero también de reflexión”, resume. Mientras intenta seguir en ritmo en tanques de entrenamiento y piletas amigas, celebra los cambios en el balance de género –ahora está rodeada de arqueólogos y arqueólogas, buzos y buzas– y la apertura mental profesional, con carreras menos lineales y más cruces entre disciplinas.
“Si pensamos en la enorme cantidad de agua que cubre la Tierra y los milenios de navegación que llevamos, el mar es un museo cuyas salas todavía no terminamos de visitar”, se entusiasma. Las primeras evidencias de poblaciones humanas en nuestro territorio tienen 13.000 años. Entonces el nivel del mar estaba unos 40 metros más abajo: ahí nomás nos esperan vestigios sorprendentes. Dolores avanza en un proyecto para encontrarlos en la Patagonia. “Muchas veces se piensa que solo se puede hacer con financiación externa y presupuestos exorbitantes –plantea–, pero la realidad es que el Conicet, el Ministerio de Cultura, los gobiernos provinciales y a veces los municipios han apoyado nuestros proyectos”.
En un futuro cercano prevé usar técnicas de realidad aumentada para explorar los restos sumergidos del vapor Magallanes (un naufragio del siglo XIX en Puerto Deseado) y de dos joyas del Mediterráneo: un barco romano que transportaba un cargamento de mármol en Italia y un puerto en la costa griega. Si la prueba piloto es exitosa, podría extenderse a todo el mundo. “Sería maravilloso aplicarla a nuestros casos”, se entusiasma. “La gente que no bucea podría vivir lo que es estar con estos restos bajo el agua”.
El proyecto que quizás más la ilusiona se centra en la búsqueda de restos mayas en las alturas del lago Atitlán, en Guatemala. “Para sus pobladores, los restos son sagrados porque el lago es sagrado”, explica. De hecho, creen que sus ancestros lo visitan. Hace dos años locales y visitantes tuvieron un encuentro preparatorio. “Gracias en nombre nuestro y de nuestros ancestros”, le dijeron a Dolores, que sintió cómo se despegaba de los artefactos para meterse de lleno en la dimensión humana. En esa unión poderosa, terminó de entender que el pasado y el presente podían vivir en simultáneo.
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