El cantautor uruguayo llegó desde Madrid a Buenos Aires para presentar en el teatro Gran Rex su flamante álbum Tinta y tiempo; antes de los seis conciertos que dará desde este viernes, habló de sus pasiones y de lo difícil que fue para él hacer esta producción durante la pandemia, también repasó parte de su historia: la familia, la música, las crisis personales
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Siempre reflexivo, siempre ávido de nuevas experiencias musicales y de buenas charlas, y con una necesidad constante de conexión. Esa es la lectura que se puede hacer del cantautor uruguayo Jorge Drexler, al menos desde que visitó la Argentina por primera vez, hace más de dos décadas, para promocionar sus canciones.
Se cumplen treinta años de la publicación de su primer disco. Y el aniversario llega con la saludable noticia de que Drexler ya tiene otra docena editados y acaba de publicar uno nuevo, Tinta y tiempo. Es el álbum que viene a presentar desde este viernes, en seis funciones (prácticamente todas agotadas), en el teatro Gran Rex. Es el que habla de su presente, de los obstáculos pandémicos para terminar de componer las canciones y de otras aristas de su vida. En esta charla también hay algunas de esas aristas. La ciencia, la filosofía, las pasiones, la familia, el control y el día que lo perdió; la valentía y, también, la falta de osadía, el momento en que la pandemia paralizó su capacidad de componer; el “síndrome” de hermano mayor, los mandatos, la identidad, la pluralidad, la herencia y la empatía con nuevas voces, como la del trapero del momento, C. Tangana.
“Veintidós años hace ya desde que vine por primera vez a cantar acá: ¡que locura!”, dice Jorge y de este modo pone al paso del tiempo como primer mojón de la entrevista. “Si el tiempo de vida es una apreciación relativa, en el sentido de que cada minuto que pasa se mide en relación al total vivido, eso significa que ejerce una presión cada vez más grande. Nuestro primer minuto de vida era el ciento por ciento de nuestra vida. Creo que la presión se vuelve más acuciante, como tiene que ser. La percepción subjetiva varía, vamos percibiéndolo de manera diferente”.
-¿Y como se manifiesta en “Tinta y tiempo”?
-En la canción es la exposición de manera no dramática de una crisis compositiva. Que es lo que pasó en el disco. Una metacanción en la que me explico a mí mismo a qué me dedico, como si lo hubiera olvidado durante la pandemia. Me explico que lo que está escrito no está tallado en granito. Es algo anterior a un sentimiento. Un presentimiento. Porque la composición se puede volver muy pesada, algo muy mineral. Y tenés que acordarte que somos transitorios y la canción también. En primer lugar, no es tan importante. Segundo, con ese tipo de hierro y presión no se puede escribir si estás pensando que dejás las cosas talladas en granito. En definitiva, lo que se está volviendo más pesado no es la proporción del tiempo sino el propio trabajo de uno. Vas teniendo más ojos encima, generás más expectativas. Y las expectativas siempre son pésimas compañeras de viaje. Tenés que aprender a moverte fuera de ese circuito, liberarte. Reconocer que no sabés por qué ni cuando, y que a esa voz no la comandás. Hay una parte de nosotros que teme a comandar las cosas y otra que quiere. No estar en control genera incertidumbre, pero estarlo siempre vuelve todo muy causal en vez de casual. Por eso el azar aparece en el disco.
-¿Y en eso influyó la pandemia?
-Creo que la pandemia fue una lección de humildad para todos. Nos veíamos como una especie elegida que habíamos tenido un éxito monumental con los antibióticos, las vacunas y los avances de la medicina. Llegamos a pensar que éramos inmunes a todo. De golpe, cien años después de la última pandemia, vuelve como si no hubiéramos inventado la penicilina y pone a todo el mundo en jaque. Eso genera una crisis ontológica. Por más que sepamos que el sol no gira alrededor de la tierra, una cosa es saberlo y otra es que un bicho microscópico paralice tu vida y se lleve a gente querida.
-Una crisis de control, en definitiva.
-Lo es. Añoramos volver a tener el control. Pero, a su vez, no se puede componer con control. Yo me quedé paralizado. En un momento pensé que el problema era la ausencia del otro. Porque para mí componer no es simplemente expresarme, sino comunicar.
-¿Pedís una puntuación de tus canciones?
-Creo que estoy entendiendo el disco ahora que hablo de él. Por otro lado, no creo que haya nada para entender. Me han dicho que necesitaba la aprobación del otro. Pero no es eso. Solo necesito la comunicación. A mí me gusta que la gente opine siempre que sepa que eso no es para mí una calificación y que sepa que sus opiniones pueden no ser tenidas en cuenta. Es como en mi segundo disco, Radar. El primero, La luz que sabe rodar, lo escribí a ciegas porque no tenía idea de lo que producían mis canciones en los demás. Con el segundo me di cuenta de que yo era como un murciélago, emitía un sonido pero lo importante no era lo que yo emitía sino lo que regresaba distorsionado por la realidad. Yo establecía un mapa mental de la realidad, como resonaban mis canciones en el mundo, por eso se llamó Radar. Lo que pasó aquí es que yo soltaba el sonido y no volvía nada. La pandemia nos dejó un vacío social. Creo que fue eso, pero también puede ser la profunda crisis de humildad. Decir: ¿realmente hace falta escribir canciones, las queremos para algo? Cuando todo se pone en duda en un mundo conmocionado te cuestionás muchísimas cosas. Por eso las canciones quedaban sin terminar. Lo que más extrañaba era cantar.
-¿Qué tiene Tinta y tiempo que no tienen los anteriores?
-Que me costó más. Tanto como el primero. Fue mucho más exploratorio. Una travesía en el desierto. Me llevó dos años y dos semanas. Dos años en los que intenté varios métodos de composición, formé varios equipos, hasta que, cuando las cosas encajaron, se grabaron en dos semanas. Del tema “Cinturón blanco” debo tener seis versiones diferentes. En un momento pensé: yo sé de esto, tengo una canción acá al lado, pero no la sé encontrar.
-Esa canción habla de volver a ser principiante. ¿Te sentiste así con este disco, más que con el primero?
-En el primero no era consciente. Hacía lo que podía. Ahora sé que existe el peligro del virtuosismo y la consagración. Va pasando el tiempo y la gente te devuelve muchísimo cariño. Y si lo malinterpretás y lo tomás como consagratorio pasa lo que decía Italo Calvino de la Gorgona. Perseo no podía mirarla a los ojos porque se transformaba en piedra. La Gorgorna es la consagración, la fama. Si la asumís, si decís yo lo merezco porque llevo treinta años trabajando en esto, te volvés una estatua. Una representación muy parecida a vos, pero muerta. Dejás de asumir que hay novedades y gente más joven que resuelve problemas mejor que vos.
-¿Qué tanto hay de búsqueda interna y externa? En discos como Frontera, por ejemplo, exploraste afuera. Quizá en este también, donde hay orquesta y hay trap.
-El disco anterior, Salvavidas de hielo, es centrípeto. La guitarra es el centro y todo va hacia la boca de la guitarra, hacia la figura del trovador. Es un disco restrictivo, contenido, minimalista. Este es opuesto porque la situación era restrictiva. Vivíamos en una especie de escasez social. Por eso quería que el disco fuera colorido. Aunque de eso me di cuenta en las últimas semanas. Carlos Casacuberta, ex integrante de Peyote Asesino y coproductor de Frontera, me dio una solución compositiva para el principio del tema “El plan maestro” [es el que Drexler canta junto a Rubén Blades]. Luego apareció el orquestador Fernando Velázquez que la puso en un sitio colorido que tenía que ver con una explosión del mesoproterozoico del que habla la canción. A partir de ahí la vida estalla en colorido. Y eso la orquesta lo dibuja de manera increíble.
¿Y el trap? Hay una manera de escribir “trapera”. Temí por un momento que te comieras las eses y cambiaras las “erres” por “eles”. Pero no sucedió.
-Pero me comí un montón de letras. Digo “nominao”, por ejemplo. Sí, hay recursos del trap. La rima homófona, células rítmicas muy cortas. Nunca había escrito así. Estoy en dos o tres chats de decimistas. Gente que escribe décimas con mucha capacidad y erudición. Escribimos sonetos, décimas, sextinas y villanelas. Pero me hubieran echado si hubiera mandado algo con estas rimas.
-¿Hasta donde te reconociste en ese viaje y hasta donde fue una simple exploración?
-Estás planteando una contradicción entre conocerse y explorar y no la hay. Somos un prisma. Cambiar el ángulo de incidencia de la luz no es cambiar la identidad del prisma. Es aprender cosas nuevas que puede hacer el prisma. Yo me dejé llevar. La neofobia es una estructura de discriminación igual a cualquier otra discriminación. El miedo a lo nuevo es discriminación etaria muy peligrosa para mí. La premisa es: “Ah, no, esto no es música, porque música era la nuestra”. Esa música a la que esos señores llaman “nuestra” también fue discriminada en los setenta. Siempre intenté eludirla [la neofobia]. Solo la podés eludir cuando empezás a hacerte mayor y a darte cuenta de que la practicás. Cuando hice Frontera, yo había tenido un hijo, y la sociedad me daba la oportunidad de consagrarme como padre y retirarme al mundo de las estatuas, cerrar mi discoteca y quedarme en la autocomplacencia. Tenía mucha información con eso. Podía vivir toda la vida con João Gilberto, Jaime Roos y Fernando Cabrera que son, por otra parte, dioses. Pero elegí seguir abierto y me meto en estos berenjenales. Cuando Pucho [C. Tangana, el trapero más original y famoso de España con el que ya compuso varios temas] comenzó a escribir la letra pensé: “Esto no lo voy a poder cantar”. Cuando lo canté dije: “No soy yo y lo soy, a la vez”. Y esto es como un regalo para un tipo de 57 años, es como decir: he descubierto algo en lo que puedo ser yo sin ser yo del todo.
-En ese momento en que fuiste padre le escribiste a tu hijo el tema “De amor y de casualidad”, que habla de la identidad y la diversidad. Hoy seguramente él, que es músico y que debe tener unos pocos años menos que C. Tangana, es quien te acerca mucha información.
-Pablo tiene 24. Es la persona que más me ha enseñado música, últimamente. A pesar del paso del tiempo y la diferencia de edad, los códigos deontológicos de cómo vemos la profesión con C. Tangana son los más importantes. Primero, el amor ambicioso por el género canción. Queremos escribir la mejor canción de nuestra vida y que perdure en el corazón de las personas. Segundo, consideramos a la canción un género artístico. Tenemos intención de contemporaneidad, no de ser modernos. Otra cosa en común es que tenemos un compromiso creativo que va más allá de las recomendaciones de marketing de los sellos discográficos. Si te fijás en los invitados del disco de C. Tangana, ninguno de nosotros es una estrella mediática sino gente que se dedica a la canción. Calamaro, yo, Kiko Veneno, Antonio Carmona. No somos esos invitados a los que va a elegir una compañía discográfica. Cuando vi lo que el tipo quería hacer me inspiró muchísimo respeto. Y el concierto de Pucho es una locura. Ahora mi hijo toca con él. Vi también que Tangana era un tipo osado. Transgrede, rompe, erra, acierta. Es interesante trabajar con alguien que tiene una metodología diferente de la tuya. Yo no soy osado. Soy el hijo mayor de una familia. Nadie abrió caminos para mí. Tenía que abrirlos de a poquito.
-¿Y cuidar a los demás?
-Y cuidar a los demás. Establecer puentes, entender a los hermanos menores.
-Tuviste cierta osadía cuando dejaste Montevideo y te fuiste a probar suerte a Madrid, donde pudiste desarrollar tu carrera.
-Me hubiera encantado ser un transgresor pero no se me dio. Soy una persona valiente porque he hecho cambios, pero no desde la voluntad de transgredir. Yo no dejé la medicina para hacer sufrir a mis padres, aunque sufrieron un poco. Lo hice porque sentí que iba a ser más feliz. Dejé una vida completamente resuelta en Montevideo para irme a compartir piso con siete uruguayos, en Madrid. Eso tiene un punto de osadía.
-¿Qué pasó cuando dejaste de ser el hermano mayor?
-Huí de ese rol. Me fui para dejar de ser heredero de una predeterminación familiar clarísima que había en mi familia. No fue algo con malas intenciones. Vengo de ver a mi viejo [en el Uruguay]. No puedo estar más agradecido de los padres que tuve. Y nunca me quejé. Mirá, vuelvo mucho al discurso de Leonard Cohen cuando recibió el premio Príncipe de Asturias. “Ante la adversidad, que siempre llega, nunca quejarse –dijo el tipo-. Reaccionar con las herramientas de la belleza y la elegancia”. Y eso para mí es como decir que no ganás nada diciendo algo sólo por decirlo, romper algo solo por romperlo, por el impacto mismo. Siempre he elegido ser proactivo. Si voy a hacer saltos no esperados, con valentía, que sean para ser mejor. Tengo un instinto de supervivencia bastante fuerte. Soy hijo de un niño de la guerra. Sé que el mundo puede ser peor, lo escuché, contado en mi casa. Y me crié en dictadura, en el Uruguay. Desde el 73 al 84, desde mis 9 hasta los 20.
-¿Sentiste alguna vez que las cosas se fueron de control?
-Tuve dos revoluciones en mi vida. Una fue una exposición mediática inesperada, inusitada e inexplicable que pasó con el Oscar [en 2005 ganó el premio en la categoría Mejor canción original por el tema “Al otro lado del río”, que formó parte de la banda de sonido de la película Diarios de motocicleta]. Hasta ese momento yo venía manteniendo un pulso de crecimiento que podía administrar. Saltó todo de golpe. Luego volvió todo hacia atrás porque esos atajos mediáticos no sirven para nada. No tengo intenciones de hits. Tengo ganas de que las personas guarden las canciones, no de que las aplasten. Al poco tiempo me separé. Fue el primer divorcio de la familia. Es una cosa muy difícil de hacer porque no sabemos cómo divorciarnos. Se puede hacer muy mal, bien o incluso muy bien. Estaba muy desconcertado, perdido, fuera de control. Tuve que aprender a reestablecer las relaciones con mi hijo, con mi ex. Y a poder volverme a enamorar. Durante un año estuve así, y creo que tuve algo parecido a una depresión.
-Luego vinieron otros dos hijos. ¿La familia te ayuda a reconectar?
-Las familias son muy importantes. La que tengo en España y la que tengo en Uruguay. No he dejado de ir todos los fines de año con mis hijos, que nacieron todos en España, para que entren en relación con el núcleo familiar que les tocó. Como te manejes con ellos va a decir mucho de cómo te manejes en la vida. Somos cuatro hermanos muy unidos. Para mi es muy importante.
-Da la sensación de que cuando te fuiste a España te llevaste cosas que nunca soltaste, como la ciencia, la filosofía y la manera de hablar.
-Me interesa la exploración, salir fuera de mí, pero solo cuando se compone de manera dialéctica con un raizamiento. Todo al mismo tiempo. Lo vengo cantando desde la canción que citaste, “De amor y de casualidad”. En este mundo tan separado / No hay que ocultar de donde se es. / Pero todos somos de todos lados. / Hay que entenderlo de una buena vez”. Quizás en ese momento lo decía de un modo un poco torpe, pero es la misma idea que vertebró otros temas como “Movimiento”. No es una contradicción intentar tener una identidad definida y regional y al mismo tiempo entender que tu identidad es parte de muchas otras. No entiendo por qué pero la identidad siempre ha sido un centro en mí, lo mismo que la ciencia.
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