Isadora Duncan solo se encendía con las olas del mar. Fueron ellas las que forjaron su personalidad y las que contribuyeron para que, años después, esa chica introvertida revolucionara la danza clásica, se convirtiera en una exitosa bailarina y deslumbrara al mundo entero, hasta que un insólito accidente terminó con su vida.
Dora Ángela Duncan, tal su nombre verdadero, había nacido el 27 de mayo de 1877, en San Francisco, Estados Unidos. Fue la menor de cuatro hermanos en una familia burguesa, que se empobreció de la noche a la mañana, cuando el padre, banquero y empresario minero, fue encarcelado por fraude.
La pequeña Isadora era introvertida y de pocas palabras, pero cada vez que se acercaba al mar en la Bahía de San Francisco su actitud cambiaba, su cuerpo empezaba a contonearse y ella imaginaba movimientos de manos y pies que acompañaban al de las olas. Esa fascinación por el agua edificaría su personalidad y sería el germen de su éxito en el futuro.
Con su familia asfixiada por las penurias económicas, Isadora abandonó el colegio a los 11 años y empezó a ayudar en la academia de danzas que había montado su madre, que era profesora de piano. Fue en ese lugar donde dio sus primeros pasos de bailarina y se familiarizó con las melodías de Wolfgang Amadeus Mozart, Franz Shubert y Robert Schumann, algo que también sería clave en su futuro.
El destacado coreógrafo argentino Oscar Araiz comenta que Isadora también fue influenciada por las circunstancias personales vividas en su infancia. "Su madre, Dora, quedó a cargo de la crianza de los cuatro hijos Duncan, cuando su esposo, Joseph Charles, fue encarcelado. La desilusión y el escepticismo convirtieron a esa madre a un ateísmo de cierta desconfianza en las convenciones y formalidades sociales, que luego Isadora trasladaría a la danza", explica.
Así es cómo, prosigue Araiz, la música, la poesía y la filosofía promovidas por la madre en un marco doméstico de lecturas e ideas discutidas, constituyen la principal educación de Isadora, junto a las inclinaciones de sus hermanos hacia la historia y el teatro. Isadora menciona a Francois Delsarte, cuyos principios – a veces deformados - ya circulaban en los Estados Unidos, como el maestro de todos los principios de la flexibilidad y la liviandad corporal, liberador de los miembros constreñidos"
Apenas comenzado el siglo XX, una serie de desgracias, entre las que se cuentan la muerte de su padre en un naufragio y un incendio que les hizo perder las pocas posesiones que les quedaban, llevan a Isadora a convencer a su familia de que debían mudarse a Europa, justo al revés de lo que hacía todo el mundo en aquella época, cuando la tendencia era cruzar el océano para "hacerse la América".
Es así cómo se instalan en Londres, donde la vida de Isadora empezaría a cambiar. Inquieta y autodidacta, pasaba largas horas en el Museo Británico y fue allí donde una tarde tuvo la revelación que la llevaría al éxito. Al observar las figuras que adornaban los jarrones griegos, imaginó que podía crear una nueva forma de danza imitando los movimientos de las ménades, las ninfas relacionadas con Dioniso, el dios griego de la fertilidad y el vino.
Comienza así a consolidarse el estilo único de Isadora Duncan, ese en el que ella baila al son de una música hasta entonces no bailada en la danza clásica, con expresiones propias de la Antigua Grecia y con movimientos que parecían fluir más allá de cualquier estructura predeterminada, como las olas que ella tanto adoraba.
El público se enamoró de esa chica de mirada cautivante, que jamás se maquillaba y que bailaba descalza, con el pelo suelto y solo cubierta por una mínima túnica. Todos querían ver bailar a la nueva diosa de la danza, que les ofrecía algo diferente en cada sesión, puesto que nunca un espectáculo suyo era igual al anterior.
Sus días en París
Ya radicada en París, levantó academias por todo el continente, con la idea de difundir su credo artístico, y conquistó cientos de seguidoras a las que se conoció como las "Isadorables". Es más, seis de ellas se pusieron su apellido, en su honor. Con un espectáculo adelantado a su época, cosechó éxitos en todo el mundo (incluso tuvo un paso por la Argentina) y provocó una verdadera revolución en la danza.
Según señala Araiz, Isadora advertía a sus alumnos: "Recuerden siempre que los movimientos deben arrancar desde adentro. Ante todo debe existir el deseo de realizar cierto gesto…no al mero esfuerzo muscular. El hábito del movimiento del bailarín debe ser de tal naturaleza que el movimiento esa siempre el resultado externo de una conciencia interior."
Aquella chica introvertida que solo se encendía con las olas del mar, era ahora una estrella mundial, se la consideraba una deidad de la danza y había logrado imponer un estilo propio. Estaba en su mejor momento. Tocando el Cielo con las manos. Pero... Siempre hay un "pincelazo" que lo arruina todo.
Isadora estaba perseguida por una nube negra y se decía que todo lo que ella amaba terminaba destruido fatalmente: sus dos hijos, de siete y tres años, habían muerto ahogados al caer en el río Sena el auto que los transportaba; su propio padre, como se dijo, había muerto en un naufragio; sus posesiones en los Estados Unidos habían sido arrasadas por un incendio, y sus amores jamás prosperaban.
Pero fue la noche del 14 de septiembre de 1927, cuando ese sino trágico le dio el golpe de gracia: estaba en Niza, en la Costa Azul, y decidió salir de paseo en auto por la Promenade des Anglais (Paseo de los Ingleses) con un mecánico italiano que la cortejaba. Antes de partir, les dijo a sus amigos: "Je vais à l'amour" ("Me voy al amor"). Llevaba en el cuello una larga estola de seda o foulard.
Cuando el automóvil iba a toda velocidad, la estola se enredó en la rueda, lo que provocó que Isadora saliera despedida del vehículo y fuera arrastrada varios metros sobre los adoquines, algo que le causó una muerte casi instantánea por estrangulamiento. Se terminó así, a los 50 años, la vida de la mujer que es considerada por muchos la creadora de la danza moderna; la mujer que un día dijo: "Mi cuerpo se mueve, porque mi espíritu se mueve".
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