La escena transcurre en la selva. Comienza con Isabel Sarli montada a un caballo. La guitarra de Eladio Martínez le imprime un aire risueño al andar cansino del animal, que tambalea de un lado para otro hasta la entonces desconocida morocha. De pronto, aparece un río y, sin quedar muy claro por qué, Isabel se baja y comienza a desvestirse mientras juega en la arena con una inocencia poco espontánea. Un hombre la espía. Ella sigue jugando, hasta que la imagen se funde y la vemos en el río completamente desnuda. El cabello negro y espeso se escabulle en su figura gruesa, redundante, generosa.
La de Sarli no es una belleza a lo Audrey Hepburn o Grace Kelly con sus peinados tiesos. No. La de Sarli, en todo caso, es una belleza más a lo Brigitte Bardot, pero en clave oscura. Una boca que todo lo puede y ese pelo despeinado, casi subversivo, que apenas tapa los enormes pezones de unos pechos infranqueables, en un cuerpo que se mueve con torpeza, sin disimular la inseguridad de lo improvisado. Es que lejos de la elegancia estudiada que para ese entonces exportaba Hollywood, el cine de Armando Bo es eso, un cine donde no se sabe muy bien qué puede pasar o, lo que es más preciso, donde todo puede pasar.
Tal vez, quién sabe, fue eso lo que pensó aquella tarde de 1958 en la selva paraguaya cuando le pidió a Isabel que se sacara la ropa e hiciera la plancha. El rodaje llevaba ya varios días y él había estado tratando de convencerla con todo tipo de argumentos. Que vamos a ser unos pocos. Que después no se va a notar. Que hay que ponerse a la altura del cine mundial, le llegó a decir. Y ella, que venía poniendo algunos reparos, finalmente aceptó. Se sacó el traje de montar, se metió al agua y empezó a dar brazadas. Y ahí estaban los dos en la humedad de aquel arroyo, ella sin saber muy bien para qué, mientras él intentaba arrimar la cámara lo más cerca posible con total certeza: estaba rodando el primer desnudo del cine argentino y, en efecto, cualquier cosa, todo, estaba por pasar.
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Dicen que sus películas eran unas de las más vistas en Japón.
Dicen que la revista Playboy le dedicó cuatro páginas, un privilegio del que hasta ese momento habían gozado solamente las figuras norteamericanas.
Dicen que formó parte de una relación enfermiza. Que nunca fue esposa. Que fue musa y objeto.
Ella dice que no. Que amó. Que fue mujer de un solo hombre y que le debe todo.
Ella dice que no se considera un símbolo sexual.
Ella dice que es tímida. Que casi no tuvo amigos en la adolescencia y que de chica intentaba disimular su cuerpo.
Lo cierto es que Hilda Isabel Gorrindo nació en la ciudad entrerriana de Concordia un 9 de julio, filmó su primera película a los 21 años y en la segunda pasó a tener el 50% de la sociedad con el director. Tal fue el acuerdo. Armando se encargaba de la dirección artística; Isabel manejaba los contratos, las negociaciones con los distribuidores extranjeros y el manejo del equipo técnico.
Juntos construyeron un pequeño imperio con el que filmaron 28 películas, lograron una asociación con la división internacional de Columbia Pictures y Bo se convirtió para fines de los 50 en el principal exportador de películas argentinas. En 1969, llegaron a estrenar tres largos, entre ellos Fuego, uno de los mayores éxitos de la pareja. La cinta se exhibió durante 14 semanas en Broadway y alcanzó a recaudar cerca de un millón de dólares. Consultado alguna vez por su éxito, Bo dio una definición irrefutablemente sencilla: "Mis películas siempre tienen algo que obliga a la gente a comentarlas".
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Suena el teléfono. atiende una voz ronca, masculina. Es la Coca. Le comento, se están cumpliendo 60 años del estreno de El trueno entre las hojas… Adivina las intenciones, inmediatamente me interrumpe.
-Hace tiempo que ya no doy notas. Ni siquiera voy a lo de Susana. Además estoy con esto de la cadera…
Intento improvisar otros argumentos. Suenan vagos, inútiles.
-Mire, al único que hace poco le di una entrevista fue al yankee, que bueno, vino desde allá para verme. ¿Usted la vio?
La Coca se refiere al encuentro con John Waters, el director de Pink Flamingos, uno de los referentes más representativos del cine trash en Estados Unidos, que aprovechó el marco del Bafici a comienzos de este año para conocer a Sarli, de quien siempre se declaró fan y a la que en una entrevista describió de una manera igualmente provocadora: "Isabel no era gorda, pero de algún modo era como una female impersonator, un hombre haciendo de una mujer voluptuosa".
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"Isabel era un desborde permanente, de tetas verdaderas, de maquillaje, de rouge, de vestuario kitsch de Paco Jamandreu, de mucamos gays rodeando a la diva… Era una especie de Sophia Loren clase B, una mezcla de mujer italiana de los 50 pero vestida por un diseñador amigo".
Gustavo Castagna recuerda bien la primera vez que la vio. Aún estaba lejos del periodismo, y ser crítico de cine ni siquiera era un anhelo. Fue a las dos de la tarde de algún día perdido en los 70. Con un amigo salieron de la escuela y se fueron a una sala mugrienta en la calle Rioja, casi avenida Caseros. El Pablito, la llamaban. "Los chicos iban arriba; los mayores abajo, en la platea inferior. Ahí vimos las "tres F": Furia infernal, Fiebre y Fuego".
-¿Cuál fue la clave del éxito?
-Ellos representaron la agonía, la parte final del cine clásico, pero en vertiente sexual, potenciando el deseo y la concreción del deseo como necesidad imperiosa y (casi) única. Gobernaron el cine argentino durante dos décadas, en blanco y negro y en color, desafiando a los censores, se tratara de milicos o de civiles atentos a las sugerencias del poder. Doy un ejemplo: en ese entonces, las películas de los albergues transitorios, que habían empezado con La cigarra no es un bicho de Daniel Tinayre, aparecían regocijantes desde lo sexual, pero siempre ocurría algo, un hecho, un error, un equívoco, que impedía el goce de la pareja, que por cierto siempre aparecía en un espacio cerrado y sospechoso para el afuera. "Films castratis", como me gusta decir. En las películas de la pareja, las relaciones sexuales se concretaban. El cine de Bo y Sarli fue el acceso a una zona prohibida. Fueron el paso previo a la pérdida de la virginidad, a mirar al sexo por el ojo de la cerradura, a dejarle de tener miedo a lo prohibido e intuir que el mundo no era un lugar tan espantoso.
-En un artículo decís que sus películas emprendían "el rescate de la mujer en un universo masculino". Pero ¿cómo se concilia esta idea con la imagen de una mujer que siempre aparece sometida al deseo del otro?
-No me acuerdo de todos los finales, pero estimo que en 15, 20 desenlaces, el personaje de Isabel Sarli sobrevive al personaje del macho terrateniente que la protege del deseo del resto de los hombres. Esa mujer-objeto, ingenua, ninfómana, trepadora, religiosa, prostituta o ama de casa insatisfecha en su matrimonio, deseada por otros, siempre terminaba triunfando, victoriosa o sobreviviente… Creo que Bo tenía una mirada ambigua sobre el rol de la mujer dentro de la sociedad, por lo menos de aquella sociedad que vivió.
-¿En qué sentido?
-Fue una sociedad que lo llevó a pelearse contra los censores de diferentes épocas, pero también le dio un montón de guita.
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El trueno entre las hojas, basada en un cuento de augusto Roa Bastos, se estrenó el 2 de octubre de 1958. Hasta entonces, muy pocos se habían atrevido a tanto. En 1946, el cine nacional había conocido la espalda de Olga Zubarry, pero el antecedente podría despertar algunas objeciones. La actriz se encargó de remarcar en numerosas ocasiones que filmó la escena con una malla.
Unos años después, en 1956, Roger Vadim destaparía a Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer, y ya nadie hablaría de otra cosa. Mientras la crítica fue lapidaria, los franceses no paraban de verla, llenando salas durante meses. Simone de Beauvoir la convirtió en un reconocido ensayo, El síndrome de Lolita, y Charles De Gaulle, en eslogan: "Aporta más divisas a Francia que Renault".
La película se prohibió en Estados Unidos, donde la llegaron a calificar de "satánica". Seguía gobernando el Código Hays. La norma, elaborada por un conservador del Partido Republicano, reguló la industria cinematográfica de Hollywood durante más de 30 años. Postulaba valores considerados como "aceptables" bajo una moral bastante contradictoria. Mientras defendía el "carácter sagrado de la institución del matrimonio y del hogar", en el caso de una violación prohibía "la descripción de la víctima debatiéndose" ante ella. La precisión de las proscripciones era tal que alcanzaba, por ejemplo, "toda alusión al sistema capilar, incluidas las axilas".
En Argentina, si bien la censura no gozó de una legislación tan explícita, significó un enorme obstáculo en la carrera de Sarli. El trueno fue una de sus pocas películas que no sufrió cortes. La segunda, Sabaleros (1959), fue sacada de cartelera siete días después del estreno, a pesar de que el Gran Rex la había exhibido a sala llena. El caso llegó a la Justicia, que la calificó como una producción "obscena".
En marzo de 1968, la Asociación Argentina de Actores organizó una huelga frente a una serie de medidas tomadas sobre el cine nacional y no asistió al Festival de Mar del Plata. Isabel y Armando fueron. En una conferencia de prensa, frente a las críticas que recibieron entonces, la Coca se despachó.
-Ahora se acuerdan que existo. Presenté solicitud de socia y nunca la aceptaron. Cuando hice fiestas en casa, no vinieron. Siempre me hacen boicot. ¿Por qué tengo que hacer causa común con ellos?
Bo no fue más moderado.
-Isabelita es la actriz más sensacional del cine argentino. Al pasar la frontera solo la conocen a ella. Gardel para el tango, Isabel para los desnudos. Siempre los hará… Es como si a Gardel no lo hubieran hecho cantar.
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Películas, novelas, obras de teatro… resultaría difícil encasillar a Edgardo Cozarinsky en algún género. Pero, sin dudas, se lo puede considerar un referente de la literatura y el cine nacional. En los 80, fue convocado por la televisión francesa para realizar un documental sobre Sarli. Ella alguna vez lo consideró una exageración.
-¿Qué recuerdos guarda de esa filmación?
-Recuerdo que ella entendió enseguida que lo que iba a hacer no era un reportaje de televisión, sino un cortometraje… Por ejemplo, yo quería pasar por los decorados de un clásico de la cinefilia como Lola, de Jacques Demy, un film que tal vez no conociera, pero que la iba a poner en un contexto diferente del habitual. Y aceptó. Recuerdo que bajó las escalinatas del Passage Pommereau, uno de los decorados espectaculares, cosa muy difícil con tacos altos… En la entrevista recordó la tierra colorada de su provincia, la lucha contra la censura al lado de Bo, las satisfacciones que pudo darle a su madre gracias al cine. La recuerdo inteligente…
-¿Por qué?
-Porque no habló como una star, nada de farándula, sino como una mujer sencilla.
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Suena el teléfono. Varios meses después. Atiende la misma voz. Comento este diálogo con Cozarinsky.
-Edgardo, sí, qué divino… Fue hace muchos años. Tengo un hermoso recuerdo de él. Bueno, ahora te dejo. Porque encima estoy con bronquitis y apenas puedo hablar.
-…
-No, no... No doy más notas…
Se escucha un ladrido de perro.
-Querida, perdóname, pero te escucho muy mal. Te pido disculpas. En otro momento hablamos, ¿sí?
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-Mostraban hasta donde decía yo. El límite era el acto sexual.
Libertad -piel transparente, labios de guinda y uñas color perla- se recuesta sobre un sillón de terciopelo rojo, custodiada por gatos de porcelana blancos, muebles chinos y un techo espejado. Completan la escena dos tapados de piel al borde de una enorme mesa. Parecerían allí dejados por casualidad, a no ser por un dato que permite sospechar que se trató de una desprolijidad calculada: es primavera y hace días que el calor roza los 30 grados.
Libertad, que es Libertad Leblanc, habla suave. Parece alejada de aquel desparpajo que ostentó en los 70 y que le sirvió para moldear una brutal carrera. Treinta películas y una infinidad de contratos alrededor del mundo que se encargó de negociar ella sola. Y remarca, sola. Un narcicismo que la convierte incluso en la autora intelectual de su primer éxito. "Estábamos por estrenar La flor del irupé. Era mi primera película, pero yo ya me metía en todo. Cuando me pasan los precios para la promoción, me parecieron una locura. Entonces pusimos en el afiche «Libertad Leblanc, la rival de Isabel Sarli». Claro, imaginate, ella ya era una estrella".
En efecto, la fórmula enseguida funcionó. Y no era para menos. Apelaba a la idea de un país acostumbrado a dirimirse entre enemigos. Isabel y Libertad pasaron a ser el Boca-River de las fantasías sexuales. Una, la rubia, hija de estancieros. La promesa civilizadora, la que hace culto a la osadía, pero siempre dentro de los cánones de la moral burguesa. Del otro lado, la morocha. La Coca, peronista "en las buenas y en las malas", como ella siempre dice. Hija de madre y padre pobres, de ese pueblo que nunca se cuenta a sí mismo, que siempre es contado por otros. Y ella reproducirá el argumento hasta el cansancio. Mientras la Leblanc repite que se inventó a sí misma, la Coca no se cansa de afirmar que todo fue obra de Bo.
Aunque reducirlas a esa oposición también resultaría injusto. Por un lado, porque si bien a Libertad la estrategia le sirvió como propaganda, inmediatamente recibió nuevas propuestas y, con facilidad, se construyó un nombre propio. Pero, además, si se revisan las biografías de ambas, podrán encontrarse más similitudes que diferencias: un padre ausente, una madre demasiado presente, un pueblo abandonado por la gran ciudad y un mandato que, de algún modo, las condenó a la pantalla la mayoría del tiempo.
-¿Cómo una mujer tan autosuficiente convivía con la idea de tener que representar casi siempre el papel de una mujer sometida?
-Pero era la realidad, era lo que pasaba… Ahora no tanto. Tenemos otra forma de ver la vida y hoy nos respetan más.
-¿A vos te costaba ser así?
-Seeee… Tuve muchos obstáculos. Y me tuve que ir moldeando. Vos imaginate, me echaron cuatro veces del colegio de monjas. Un día le llegué a tirar un adorno de vidrio en la cabeza a… ¿cómo se llamaba la hermana? Era de esas mujeres morenas y fuertes, pero tan buena persona… ¡Carmela, la hermana Carmela! Pobre, mi abuela tuvo que ir a hacer una donación. Pero bueno, yo era así. Ahora no tanto, porque me tuve que ir domando.
-¿Te considerás un símbolo sexual?
-Yo, en realidad, inventé ese personaje, cuando dejé a mi marido…
-¿Vos lo dejaste?
-Sí, yo lo dejé, y era muy joven... [hace un largo silencio]. Lo que nunca entendí es que un hombre tan inteligente no se diera cuenta de la persona que tenía al lado. Porque él era empresario y, para hacer negocios, tenés que estudiar al otro, ¿o me equivoco? Y yo puedo amar mucho, pero hay cosas que no van conmigo…
-Siempre se las presentó como rivales, pero encuentro varios puntos comunes en tu biografía y en la de Sarli. Por ejemplo, vos eras tu propia representante e Isabel también fue socia de Armando…
-Pero, al comienzo, él era el rey… Ella lo amó mucho. Lo amó hasta el último día de su vida.
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Armando Bo falleció el 8 de octubre de 1981. Pasarían 15 años hasta que Isabel filmara su siguiente película.
En la biografía escrita por Néstor Romano, la Coca recuerda aquel día.
-Tenés que venir, Isabel –escuchó del otro lado del teléfono. Era la voz de Víctor, el hijo de Armando. Su papá estaba por morir. "Y fui –cuenta en el libro–. Entré en esa casa y no lo podía creer. Fui a su dormitorio y nos dejaron solos. Justo ahora que Armando se iba, podía entrar yo allí".
Habían pasado 24 años, una sociedad que dejaba tantas películas como ganancias y una relación publicada en los medios hasta el hartazgo. Y era la primera vez que Isabel pisaba esa casa.
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Suena el teléfono. Algunos días después. Atiende nuevamente Isabel, sigue con tos.
-¿Es verdad, Coca, que has guardado en una cajita el último cigarrillo que Armando fumó en tu casa?
-(Hace un breve silencio) Era un cigarro de hoja. Aún lo tengo. Está en el comedor, al lado de una copa de cristal.