La primera vez que pisaste el consultorio de un traumatólogo fuiste con tu vieja. Eras chico todavía, te dolían las manos. El médico te miró, preguntó a qué jugabas y vos respondiste: "Al fútbol". Entonces el tipo lanzó: "No, ¿qué jueguitos usás?". Vos te supiste descubierto y admitiste que pasabas un par de horas al día con el Tetris. Mentira. Eras campeón del mundo en eso de encajar piezas a medida que iban cayendo (una gran enseñanza para la vida adulta).
Le dedicabas, cada jornada, un turno de trabajo de esclavos en la cosecha de algodón del siglo XIX en Alabama. Diagnóstico: tendinitis. Tuviste que aflojar con la consola portátil de Nintendo, una de tantas maravillas, como espejitos de colores, que nos trajo el menemismo (y eso que la pantalla todavía era en blanco y negro). El ladrillo pesaba lo suyo y consumía cuatro pilas chicas a velocidad antiecológica; si le quitabas el sonido, duraban un poco más. Pensándolo bien, tres décadas después, Game Boy sería un nombre comercial imposible. ¿Dónde está el lenguaje inclusivo? Como sea, este aparato se adelantó a su tiempo en el desarrollo de la expresión gestual y corporal. Hoy en día, todo el mundo anda con la cabeza gacha y la vista clavada en una pantalla pequeña que sostiene con dos manos, mientras usa los pulgares para teclear. Hace poco tuviste que volver al traumatólogo. Te dolían las manos. Diagnóstico: Tinderitis. Uso excesivo de Tinder. ¿Aflojar? Difícil.
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