Con gran impacto político y social, el asesinato de la joven de 17 años, en Catamarca, sacudió al país cuando no se hablaba todavía de "femicidios"; de las multitudinarias marchas del silencio en las que surgió el "no tenemos miedo" al "Ni una menos, vivas nos queremos"
Solo le faltaban cuatro días para cumplir 18 años. Era hija, hermana, compañera, amiga. Tenía sueños. Bullía de amor, también. María Soledad Morales tenía una vida por delante. Y se la arrebataron. Se cruzó con la arrogancia del poder y el nepotismo. La engañaron, la drogaron, la golpearon y la violaron. Ni siquiera la muerte puso fin a su martirio: la arrojaron a la vera de la ruta como si fuese basura, semidesnuda y destrozada; y cuando su asesinato comenzó a incomodar a los clanes que hacía casi medio siglo gobernaban Catamarca como si fuera un feudo, mancillaron su nombre y se activaron los resortes para sellar la impunidad y dejar a salvo a los conspicuos miembros de la casta que podían quedar bajo sospecha. Hace 30 años, la aplicación de la perspectiva de género en la criminología como un intento de identificar el nexo causal entre la violencia machista y los crímenes contra las mujeres era una disciplina germinal. Y faltaba un lustro para que se comenzara a utilizar el término "feminicidio". Pero el paso del tiempo resignifica los acontecimientos. Hoy no hay dudas: el de María Soledad fue un femicidio.
El crimen cometido la madrugada del 8 de septiembre de 1990 provocó un cisma en Catamarca. Despertó a una parte del pueblo que, subyugada por el poder omnipresente del clan que durante cuatro décadas encabezó el viejo caudillo Vicente Leónides Saadi, se encolumnó detrás de Ada Rizzardo y Elías Morales, padres de Soledad, y de la monja Martha Pelloni, rectora del colegio al que iba la chica. Dijeron "basta". Seis días después del crimen, en la primavera de 1990, el país se conmovió con la primera de las 66 "marchas de silencio" en las que en ocasiones surgía el "no tenemos miedo" como una poderosa letanía entonada por miles de voces. Hoy, en una parábola que describe el cambio época, las mujeres alzan su voz en un grito: "Ni una menos. Vivas nos queremos". No callan más.
El caso María Soledad fue un tremendo suceso de innegable repercusión política y social, pero también un hito en la historia policial y judicial argentina. Los 30 cuerpos del expediente contienen, en sus miles de fojas de pruebas documentales y testimoniales, los vaivenes de una investigación tensionada por el poder. El encubrimiento comenzó antes de que el cadáver de la chica fuera visto por tres operarios de Vialidad en la ruta 38, cerca del Parque Daza, a las 9.30 del 10 de septiembre. La causa pasó por las manos de siete jueces y motivó la participación directa del Poder Ejecutivo Nacional, que impulsó la intervención federal de la provincia y envió al recio comisario bonaerense Luis Patti, años más tarde, condenado a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.
María Soledad nos dice ‘me drogaron y yo no quería’… Y yo le creo. Nos dice ‘me violaron y yo no quería’… Y yo le creo. Porque María Soledad no tiene razones para mentir
Aunque hubo más sospechosos ligados al poder, solo uno llegó al juicio: Guillermo, el hijo de Ángel Luque, espada de los Saadi en la Cámara de Diputados nacional. Lo acompañó en el banquillo de los acusados Luis Tula, un humilde empleado de Obras Sanitarias de quien María Soledad estaba enamorada desde los 15, aunque él tenía 12 años más que ella y estaba casado.
El primer juicio, en 1996, se convirtió en un vodevil, con testigos que se contradecían o se acusaban mutuamente, inconcebibles olvidos y sospechosos ejercicios de memoria fotográfica. Al cabo de 21 audiencias transmitidas en vivo y en directo que rompieron el rating, concluyó escandalosamente cuando Juan Carlos Sampayo y María Alejandra Azar, dos de los tres jueces, con gestos equívocos, pretendieron fraguar una decisión que favorecía a un acusado de encubrimiento, a espaldas del presidente del tribunal, Alejandro Ortiz Iramaín. El segundo, al año siguiente ante tres nuevos jueces (Santiago Olmedo de Arzuaga, Edgardo Álvarez y Jorge Álvarez Morales), tuvo casi los mismos condimentos, pero ya no pudo ser seguido como una telenovela por el país entero. Al cabo de seis meses, el 27 de febrero de 1998, condenaron al hijo del diputado a 21 años de cárcel como autor del crimen, y al amante de la víctima, a 9 años, como entregador.
Los hechos
María Soledad cursaba los últimos meses de su secundario en el Colegio del Carmen y San José, en la capital enclavada en el valle entre las sierras de Ancasti y Ambato. Con sus compañeras habían organizado un baile en Le Feu Rouge, un pequeño boliche del centro. Buscaban reunir fondos para pagar el viaje de egresados a Villa Carlos Paz. Había conseguido el permiso de sus padres para quedarse a dormir en la casa de una amiga. Iba a volver a su casa en Valle Viejo el sábado a las 16. Se sabe que eso no ocurrió.
Es también un hecho que María Soledad se fue de Le Feu Rouge con una amiga y el novio, que estuvo con ellos hasta pasadas las 2.30 en una parada de colectivos, y que allí se quedó, sola. Se cree que había acordado encontrarse con Tula, a quien había conocido tres años antes en la pileta olímpica de Santa Rosa, donde él era bañero. El Flaco llegó con el Fiat 147 de su esposa, Ruth Salazar, y convenció a la chica de ir con él a Clivus, el boliche de moda situado en la ruta 1. Según consta en la causa, en el VIP de la disco Tula "entregó" a María Soledad. Allí, la chica que quería terminar la secundaria, tener su viaje de egresados y al año siguiente estudiar para maestra jardinera –una carrera corta que le permitiría encontrar trabajo rápido y poder ayudar a su familia, decía–, quedó a merced del grupo de jóvenes que, después de quebrar su voluntad con bebidas y sustancias, se la llevaron. La negligente ineficacia de los policías y de los jueces impidió identificar cabalmente adónde la llevaron; la versión más firme es que fueron al motel Los Álamos, a un kilómetro y medio. Y que allí la sometieron entre dos y cuatro sujetos, entre ellos, Luque. La Justicia arribó a una conclusión indiciaria: entre las cuatro y las seis de la mañana del 8 de septiembre de 1990 se consumó la violación y la sobredosis que le segó la vida.
El ocultamiento
Hay un vacío de al menos 48 horas desde entonces. Qué hicieron los asesinos, qué se hizo con el cuerpo de la víctima, fue objeto de especulaciones. La Justicia sopesó varios testimonios, ninguno concluyente, que sugerían que a María Soledad la habían llevado al Sanatorio Pasteur –propiedad de la familia Jalil, ligada a los Saadi– en un desesperado y vano intento de reanimación. Se habló del arribo de una Renault Trafic, del uso de instrumental quirúrgico y de emergentología, de la ausencia de registros en el cuaderno de novedades la noche del sábado 8 de septiembre e, incluso, del presunto lavado a baldazos del piso de la guardia. Nada de eso se pudo probar. Pero desde la madrugada del sábado hasta la del lunes, el cuerpo de María Soledad estuvo en algún lugar y quienes lo tuvieron en sus manos o ante sus ojos sabían, o intuían, qué había pasado y quién lo había hecho.
Cerca de las 4.30 del 10 de septiembre de 1990, el colectivero Carlos Ponce pasó por la zona de los Tres Puentes, en la ruta 38, y vio luces, un patrullero y policías que manipulaban un cuerpo. Le dijeron que había habido "un accidente", que siguiera... Luego se supo que el cuerpo tenía marcas de abrasión. Se presume que fue arrastrado de un lado a otro sobre la calzada de la ruta que dividía las jurisdicciones de las regionales policiales. Los jefes "se tiraban el cadáver" unos a otros.
Casi cinco horas después fue el hallazgo oficial del cadáver. La escena era espantosa: el cuerpo de una mujer joven, boca abajo, destrozado; solo llevaba una polera negra amarrada al cuello, el corpiño enganchado de un brazo y un zoquete en el pie izquierdo. El rostro era irreconocible: tenía triple fractura de maxilar, le faltaban casi todos los dientes, le había arrancado parte del cuero cabelludo, los pabellones auriculares y una sección de epidermis en uno de sus brazos. Le faltaba un ojo y cerdos de la zona rural habían atacado las partes blandas. El lunes a media mañana le avisaron a Ada que había aparecido el cuerpo de una chica. Elías fue a ver si lo reconocía. Y sí, era su hija. Ya no tenía el rostro de felicidad que le había visto el viernes, antes de ir a Le Feu Rouge: la identificó por la pequeña cicatriz en una de sus muñecas.
Para entonces, la logística del encubrimiento erosionaba todo. Antes de ser llevado a la morgue, el cadáver fue lavado por lo bomberos con una manguera, por orden de los "capos" de la policía provincial. No se mantuvieron correctamente las muestras de rastros, no hubo estudios toxicológicos; se halló líquido seminal, pero fue imposible recuperar ADN para identificar a los asesinos.
Empezó el desfile de jueces: José Labid Morcos, Luis Armando Gandini, Martín Ever Acosta, Jorge Córdoba Ruiz de Huidobro, José Luis Ventimiglia (su gestión atravesó la intervención federal y lo enfrentó con Patti, que creía que el crimen era obra de Tula y de su esposa), Manuel Jesús Zeballos y José Antonio Carma.
Según la primera autopsia, realizada en Catamarca, a la chica la habían matado a golpes. Ventimiglia ordenó una nueva al Cuerpo Médico Forense de la Corte Suprema: los legistas Osvaldo Raffo, Osvaldo Curci y José Patito determinaron que María Soledad había muerto por una sobredosis de cocaína, quizás aplicada en sus partes íntimas. Las fracturas del rostro, los mechones arrancados, revelaban el sadismo. La abrasión en el brazo, tal vez, ocultaba las marcas de la aplicación de alguna medicación intravenosa en un hipotético plan de resucitación.
Develada la materialidad del hecho, restaba resolver quién o quiénes eran los asesinos. Tula era "número puesto" en casi todas las versiones del crimen. Pero, aunque eran vox populi, la instrucción se olvidó de los nombres que llegaban más arriba en la casta política local. Solo quedó el hijo de Ángel Luque, que antes de la intervención federal, en abril de 1991, afirmó que tenía "todo el poder" como para hacer desaparecer un cadáver y que si su hijo hubiese sido culpable del crimen "el cuerpo no hubiera aparecido". Un sincericidio que llevó a sus pares de la Cámara de Diputados a expulsarlo por "inhabilidad moral".
En su defensa, Luque afirmaba que el fin de semana del crimen no había estado en Catamarca, que se había quedado en Buenos Aires, donde tenía un puesto en la Biblioteca del Congreso y estudiaba Derecho. Pero la fiscalía juntó un buen número de testigos que lo situaron en San Fernando del Valle.
El siguiente paso del fiscal cordobés Gustavo Taranto fue probar que Luque también había estado en Clivus y demostrar su nexo con Tula, cuatro años mayor que Guillermo y supuestamente ajeno a los "hijos del poder". Sobre este punto, el acusador dijo que no se le permitió usar en el juicio una prueba obtenida en un allanamiento: un contrato de alquiler en el que el hijo del diputado había salido de garante del empleado de Obras Sanitarias. Y casi al final del segundo juicio, Rita Furlán y Jesús Muro, cajera y barman del boliche, declararon que Luque había estado allí con otros "hijos del poder" y que Tula había dejado a María Soledad en sus garras.
A la hora de su alegato, el fiscal pegó una foto de la víctima en la pared y le habló, con voz firme, al tribunal: "María Soledad nos dice ‘me drogaron, y yo no quería’… Y yo le creo. Nos dice ‘me violaron, y yo no quería’… Y yo le creo. Nos dice ‘esa persona me golpeó y tragué mi propia sangre’… Y yo le creo. Porque María Soledad no tiene razones para mentir".
El penúltimo día de febrero de 1998 el tribunal condenó a Luque a 21 años de cárcel como coautor de la violación seguida de muerte, y a Tula, a 9 años, como partícipe secundario. Cinco años después, el 22 de abril de 2003, el hombre que había "entregado" a la chica que lo amaba para que otros hiciesen con ella lo que quisieran, salió en libertad, con su título de abogado. Luque pasó siete años más en prisión, hasta el 11 de abril de 2010. Se dedica a la venta de propiedades. Intenta pasar desapercibido y evita hablar del pasado.
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